Salgo un poco a la calle a hacer una compra urgente, impostergable, muy a mi pesar. Está nublado, aunque la tarde es tibia y sopla un siroco suave… Esto del ‘siroco’ es un exceso, una licencia y, bien visto, un despropósito. Ni Mediterráneo, ni gaitas; pero qué le vamos a hacer.
Hace unas horas he hablado con mi hijo, en el programa de radio, y nos cuenta que en Iberia hay calima. Y yo siento nostalgia (a pesar de lo desagradable que es respirar polvo) y digo que allí donde hay ‘tramontana’, ‘calimas’ y ‘sirocos’, aquí hay tolvaneras de tierra pobre y reseca.
Solano, levante, tramontana, cierzo, siroco, argestes, nobles vientos que llevan de la Ceca a la Meca, lo mismo a Odiseo que a Simbad…
Sopla, digámoslo así, una brisa suave que no viene de África, ni del misterioso Levante, y que mece un poco las hojas de los cedros y el fresno que veo por mi ventana; de los serenos y graves eucaliptos, que apenas hace un par de días se agitaban enloquecidos por un vendaval que anuncia primavera.
Hace mucho: meses, años, siglos, que no llueve en mi jardín, pero hay una frase que resuena en mi ser y que, extrañamente hace eco en mi cabeza y de una extraña manera me vibra en mis dedos; es una frase de libro, de un libro de Javier Marías, que acabo de releer y que he terminado con un poco de pena: Un hombre observa una plaza, desde la ventana de su apartamento en Londres y el narrador nos cuenta que “Y sigue lloviendo”.
Fue una frase afortunada para una mañana tibia, ayer o anteayer, pues en ella venía contenida toda una historia, una que me he imaginado, y que quisiera escribir, tener tiempo para escribirla, y que seguramente se quedará en mi mente, se desdibujará al próximo vendaval y, más pronto que tarde, me será borrada de la memoria.
Agotaba ya las últimas páginas del libro de Marías (la primera parte de ‘Tu rostro mañana’), cuando me puse a unos vibrantes y poderosos ensayos de Susan Sontag; uno luminoso sobre (o contra) la interpretación -que entiendo que le dio su temprana y merecida fama-; uno más bien triste y oscuro sobre la mórbida imagen de Simone Weil, que era un alma hermosa, pero también delirante; y ahora uno sobre los mapas mentales y las desgarraduras interiores de Walter Benjamin.
Soplaría el levante, mientras el atardecer rumbo al Cap de Creus se volvía de un azul cobalto inquietante; allí en Port Bou, muy cerca de la frontera francesa, hay una piedra que en medio de dos arbustos recuerda a Benjamin; entiendo que frente al mar han colocado una escultura metálica en su memorial; ya hace mucho que, en el cementerio del pueblo, está el nicho donde reposan sus restos, o lo que quede de ellos.
Dice Sontag de Benjamin, y no puedo abundar en ello, que en su obra ‘la memoria anula el tiempo’, y de pronto, aquí en la soledad de mi estudio, recuerdo que en su nicho funerario alguien escribió –igual fue una de sus voluntades póstumas–, una cita suya: ‘El capitalismo no morirá de muerte natural’.
Benjamin, exiliado en París por la persecución nazi que lo expulsó de su Berlín, alcanza España, esperando un visado para huir de Hitler, de Franco, de la sinrazón del mundo; impedido a entrar a España, la frontera había sido súbita e inexplicablemente cerrada, para buscar la salvación en los Estados Unidos, escribe una nota para Adorno y toma la morina que lo matará un día de septiembre de 1940.
Al siguiente día la frontera sería reabierta.
Y ni sopla el siroco, ni estas nubes paliduchas vienen preñadas de lluvia, pero seguía lloviendo.
¡Shalom!

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