En 1993 vivía Pinochet. Vivía en una casona de Providencia, en Santiago, a donde me llevaron, personas afines a la ultraderecha chilena, a ver a las mujeres –seguramente, viudas y esposas de militares señalados–, remedar (eran apenas una veintena de mujeres ya de edad avanzada) aquellas caceroladas que, meses antes del golpe, protestaban frente a La Moneda, contra Allende y su gobierno.

Ya entonces se había publicado el ‘Informe Rettig’ –que señalaba a algunos militares por las atrocidades cometidas durante y después del golpe.

Cristóbal, menos afín a los extremistas, me llevó días más tarde a La Moneda, donde me contó dos historias:

La primera de ellas la de una puerta, ya tapiada, por donde los militares sacaron a varios funcionarios, tras el asalto al palacio presidencial, y a los que estaban a punto de ajusticiar, a no ser por el griterío de un enorme edificio lleno de ventanales, donde decenas o cientos de civiles gritaban, lo que impidió allí una masacre.

Seguramente los detenidos fueron trasladados al Estadio Nacional y finalmente ejecutados, pero eso lo supuse yo.

La otra historia, que rememoraba imágenes de mi infancia (yo tenía 9 años cuando el golpe), era la de cómo él, Cristóbal, sus hermanos y algún amigo, subían a los techos de sus casas, en lo alto de la lujosa zona de Las Condes, para ver pasar los caza Hawker, escuchar las explosiones, y ver luego las columnas de humo, que venían de La Moneda y, seguramente, de la casa de Allende, también bombardeada, en la calle Tomás Moro.

Casualmente, más tarde, un pequeño revuelo, al que siguió una movilización de carabineros y ambulancias, nos reveló que una papelera de la zona, seguro en el barrio de San Isidro, por donde paseábamos,un grupo terrorista había hecho estallar un pequeño artefacto explosivo. Sin consecuencias.

Dos o tres años más tarde, cosas de la vida, pude charlar en privado con Patricio Aylwin, a quien conocí en Barcelona, a donde asistía a una reunión de la Internacional de la Democracia Cristiana, que entonces dirigía Josep Antoni Duran Lleida, líder de aquella ya extinta Unió Democrática de Catalunya, entonces parte de la ya también desaparecida –y entonces gobernante– Convergencia i Unió.

Aylwin, que acababa de entregar la presidencia de Chile a Eduardo Frei, nos contó, en un pequeño despacho de la sede de Unió, a mí a y otros dos corresponsables extranjeros, ‘para no publicarse’ (lo cuento porque todos los involucrados están muertos y han pasado casi tres décadas), cómo el mismo Pinochet, amparado por su Ley de Amnistía y en su condición de senador vitalicio, dijo que lo mejor para la restauración democrática y evitar nuevas pulsiones golpistas (“mis muchacho están nerviosos, señor presidente”, citó a Pinochet), era no ahondar en ningún proceso contra los militares involucrados en el golpe.

La última noche en Santiago (yo me moví tres meses a caballo entre Santiago, Buenos Aires y La Plata), ya en la víspera de navidad, me despedí de una tal Francisca, musitando el ‘Yo pisaré las calles nuevamente…’ Ella, que seguramente era derechosa, no se mostró entusiasmada con mi cantinela. Le pedí su teléfono y le prometí llamarla, sabiendo que nunca lo haría; ella me lo anotó, con desgana, en un papelito (que perdí), esperando nunca recibir un telefonema mío.

Pasaron, de aquello, 26 largos años, cuando abordé un vuelo regular México-Santiago de Latam, sin reparar que estábamos a principios de septiembre, en una nueva víspera de otro aniversario del golpe, y, lo más significativo, sin reparar que estaban por estallar las protestas de la primavera (austral) del 2019.

A las tres de la madrugada estaba de nuevo en el aeropuerto del Comodoro Arturo Merino, que ya no era aquella vetusta terminal que dejé en los noventa, sino un modernísimo aeropuerto, donde de repente me di cuenta que bien a bien no tenía ni la menor idea de qué iba a hacer las próximas semanas.

Uno de los escasos mostradores abiertos era de un servicio de taxis, donde me enteré que llevarme a un hotel en Las Condes (no a aquel Hotel Parinacota de la primera vez, sino a un Intercontinental que reservé allí mismo con mi teléfono), me iba a costar si mal no recuerdo 40 mil pesos, que yo no sabía si eran una ganga o mi salario de tres meses –yo ese año todavía tenía trabajo y salario.

Por la Costanera Norte, y cuando Apoquindo se vuelve Las Condes, en poco tiempo cruzamos la madrugada santiaguense y ya estaba yo de nuevo pisando las calles de la que fue Santiago ensangrentada, aunque de eso ya contaré algo la próxima.

¡Shalom!

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