Y ahí estaba yo, 26 años después, en la madrugada de Santiago, una ciudad que parecía tan distinta a la que trajiné cuando joven –ni tanto–; dejé las maletas en la habitación que tenía una vista a los, en esas horas, sombríos Andes, y todavía de madrugada bajé a caminar un poco por la avenida Vitacura, donde de unos altos mástiles ondeaban plácidamente banderas de Chile.

Subí, dormí un par de horas y sobre las diez, recién duchado, salí a la multitud que llenaba las aceras.

Guiado por los recuerdos tomé un taxi –un extraño auto de fabricación hindú–, que me dejó, a los pocos minutos, a los pies del Cerro de San Cristóbal, donde décadas atrás había pasado algunas noches de juerga (por así decirlo, mi peña santiagueña de entonces estaba integrada por jóvenes muy formales, muy de derechas y poco dados a la jarana), en la zona de ‘salsotecas’.

Luego de almorzar empanadas de jaiba en el Patio Bellavista, comencé el ascenso hacia ‘La Chascona’, la casa de Pablo Neruda en la capital (las otras dos están, una en la Isla Negra, donde está enterrado, y la otra, La Sebastiana, en Valparaíso), que nunca había visitado; mis amigos de antes, los pinochetistas no me iban a llevar a peregrinar a casa del poeta comunista.

Pasé la mañana leyendo, en los muros de la casa-museo, sobre el trato que dieron los militares a la vivienda, una sucesión de estancias colgantes sobre los muros del cerro, en su día vandalizadas por los militares, tras el golpe de 1973; la casa fue inundada por los golpistas, lo que no impidió los funerales del poeta, que falleció doce días después de la asonada.

Recorrí la estancia colgante, la biblioteca, las estancias iluminadas, y en una de ellas la pintura que hizo Diego Rivera de Matilde Urrutia; el bar, la biblioteca, aunque la estancia que más me emocionó fue la galería de los telescopios, los globos terráqueos, los astrolabios y, sobre todo, los mascarones de proa que el poeta coleccionaba, cuyas réplicas en miniatura estaban a la venta –por un asunto de economía, seguía sin entender cuantos miles de pesos chilenos correspondían a cuantos de miles de pesos mexicanos (un encendedor costaba cinco mil pesos, creo recordar), me quedé con ganas de un par de ellos para traerlos a casa.

Por irrelevantes, para esta memoria, dejo de lado la cancelación de mi estancia de una semana en Valle Nevado, a donde sólo subí dos días, la visita de ocasión a Valparaíso y el viaje a una estancia vinícola, e incluso el viaje al Volcán del Chillán, pues de alguna manera regresé a Santiago antes de tiempo para pasar una larga semana.

Un sábado, dos o tres días antes de regresar, me aventuré, desde el mercado central, donde me embutí de mariscos (y me hice amigo de los dos meseros, inmigrantes colombianos), me aventuré a volver por las calles ‘de la que fue Santiago ensangrentada’, hasta la Plaza de Armas y de allí, por la Alameda, hasta el mismísimo Palacio de la Moneda.

Allí, en la calle Morandé estaban los ventanales desde donde se evitó la masacre de los detenidos, que conté antes; allí mismo, en la Plaza de la Constitución (y las protestas contra la Constitución pinochetista comenzaban a escalar de manera violenta), frente al Ministerio de Justicia, hay un monumento a Salvador Allende, con la mirada miope vislumbrando un futuro que no alcanzó a ver, y envuelto en la bandera de Chile.

Tengo una foto en mi teléfono, que miro ahora. Grabado en piedra: “Salvador Allende Gossens. (1908-1973). ‘Tengo fe en Chile y su destino’. 11 de septiembre de 1973”. A los pies del pedestal, una corona de flores de los comunistas (claveles rojos dibujando la hoz y el martillo) y una más de los ‘Comunes’, el partido recién fundado ese año y que encabezaba Gabriel Boric.

Luego di una larga caminata y regresé al hotel, y regresé a mi casa, y lo demás es historia, como siempre.

¡Shaná Tová! (Feliz año nuevo: ayer terminó el Rosh Hashaná, el año nuevo judío: ya estamos en el año 5874).

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