Luis Muñoz Fernández

Despertar directamente actitudes porque se consideran más humanas o más cívicas que otras es inveteradamente una tarea moral, y se configura sobre la base de una concepción del hombre, sea religiosa o secular… Tiene pleno sentido que una sociedad democrática y pluralista no desee inculcar a sus jóvenes una imagen del hombre admitida como ideal sólo por alguno de los grupos que la componen, pero tampoco renuncie a transmitirles actitudes sin las que es imposible la convivencia democrática.

Adela Cortina. Ética mínima. Introducción a la filosofía práctica, 2012.

Es bonita aquella locución latina que adornaba a algunos de aquellos antiguos relojes de péndulo con una bella caja de madera que daban lustre al comedor o la sala desde donde marcaban el paso indetenible del tiempo. Tempus fugit, “el tiempo vuela”, pudiéramos decir, y ésa es una verdad que en estos días finales del 2016 viene con facilidad a nuestras mentes ocupadas en poner orden al caos interno y externo de nuestras vidas y de nuestro entorno.

Hace poco menos de un año nacía esta columna a la que titulé El Observatorio, inspirándome, por lo menos en parte, en el Observatorio de Bioética y Derecho de la Universidad de Barcelona. En los últimos años, la Bioética se ha convertido en una disciplina de mucho interés por varios motivos. Entre ellos destaca el acelerado desarrollo de la biotecnología, en cuyo seno han aparecido una serie de técnicas que, modificando nuestro material genético e impulsadas por el poder avasallador del mercado, podrían poner en peligro la identidad química –y quién sabe si algo más– del ser humano.

La Bioética, particularmente la Bioética laica, también ha cobrado auge porque la mayoría de las sociedades la cultura occidental han dejado de ser moralmente uniformes para convertirse en sociedades en donde la pluralidad moral es una realidad que no podemos ni debemos soslayar. Cuando hace treinta años la experta en ética Adela Cortina escribió la primera edición de Ética mínima (Tecnos, 1986), uno de sus libros más citados, buscaba lo siguiente:

No pretendía ofrecer una ética de rebajas, al alcance de los modestos bolsillos de la moralidad reinante, como algunos quisieron entender. Más bien me proponía descubrir, si era posible, un conjunto de principios y valores morales que pudieran compartir lo que yo llamaba “las éticas de máximos”, esas éticas que proponen ofertas de vida feliz, de vida en plenitud, en las sociedades moralmente pluralistas.

Pues bien, en este año que vive sus últimos días hemos sido testigos –las más de las veces pasivos– de la profundización de viejos conflictos y de la generación de otros nuevos que, junto a extraños desafíos provenientes de otros puntos del planeta, nos tienen exhaustos y desconcertados. Como ha sido casi la regla a lo largo de nuestra historia, estos retos nos han vuelto a tomar desprevenidos. Una de las razones de esta falta de prevención ha sido precisamente nuestra incapacidad para reconocernos moralmente plurales, para saber encontrar las coincidencias que nos unen en medio de las diferencias que nos separan. También a nosotros nos urge una “ética mínima”. Sigamos el discurso de Adela Cortina:

Al fin y al cabo, las personas buscamos la felicidad, o deberíamos hacerlo si no queremos perder el Norte, pero en las sociedades moralmente plurales conviven grupos con distintos proyectos de vida en plenitud, y es importante averiguar si hasta tal punto son diferentes que ni siquiera pueden compartir unas exigencias de justicia que les permitan construir una vida juntos. Esas exigencias compondrían una “ética cívica”, una “ética de los ciudadanos”, que tiene implicaciones para la vida moral, pero también para la vida política, la económica y la religiosa. En el caso de que no existiera esa ética mínima, esa sería una mala noticia, una pésima noticia, porque cualquier decisión ética que fuera preciso tomar y afectara a la sociedad en su conjunto tendría que dar la espalda a la sensibilidad moral de una parte de la población.

Leyendo lo anterior es evidente que en México no hemos sabido todavía desarrollar nuestra propia ética mínima y, a juzgar por los acontecimientos, es muy poco probable que la vayamos a lograr en un plazo breve. A pesar de nuestra cultura milenaria y (algunas) de nuestras sólidas instituciones, debemos reconocer que no hemos sabido convertir la solidaridad, que parece emanar de manera natural y abundante de nuestra esencia, en una herramienta eficaz para unirnos frente a los desafíos internos y externos a los que ya hemos hecho referencia.

Es legendaria ya la forma en la que ha penetrado la corrupción en todos nuestros estamentos sociales. Me niego a admitir que se trata de un fenómeno consustancial del ser mexicano. No puede ser genético, pero hay que admitir que tuerce la más noble de las iniciativas, merced a mecanismos epigenéticos de larga data entre nosotros. Ejemplos sobran y, además, aparecen todos los días en los medios de comunicación masiva. Citado también por Adela Cortina en Ética de la razón cordial. Educar a la ciudadanía en el siglo XXI (Ediciones Nobel, 2007):

¿Usted se dejaría corromper?

-Si es una encuesta, rotundamente no;

si es una proposición, hablemos.

Será hasta que la palabra ética deje de ser solamente el título de una materia que se imparte o se impartía durante el bachillerato, o el nombre de una oscura rama de la filosofía que a pocos interesa, para convertirse en el estilo de vida de la mayoría de los mexicanos cuando esta situación cambie. Mientras, todo propósito de enmienda, incluyendo el que reconocemos como una simulación más desde que es anunciado oficialmente, no hará sino perpetuar la agonía de una sociedad que no sólo no se mueve, sino que se hunde cada vez más.

https://elpatologoinquieto.wordpress.com