Nada me interesa menos, de verdad, que escribir una novela de folio y medio; una al estilo, ‘una fuga hacia adelante’, a la manera de César Aira: lo que pasa es que, en el aburrimiento del puente, me dejé llevar por esa extraña forma de desvarío que produce la melancolía y lo que comenzó con… luego me llevó a… y después me transportó hacia… Y aquí estoy, desde hace días recordando a dos viejos amigos, idos ambos muy jóvenes, y hace tanto tiempo.

Carlos Morales y Froylán Macías.

Todo comenzó con la mala idea, el sábado, de ir a probar un nuevo negocio de tortas ahogadas, unas deplorables, con perdón (y las tortas ahogadas me llevan, claro, a Guadalajara, a otra juventud, a otros sueños, y me ponen en riesgo de acabar por Madrid, que es un asunto que sigue pendiente y una senda que por ahora no voy a tomar).

Para no irme tan pronto por los cerros de Úbeda, vayamos al día que conocí a Ernie, el de las tortas. Lo conocí en casa de Froylán, una casona de esas con un gran patio trasero, creo que de la colonia Gremial (y allí cerca vivía Carlos, pero no es hora de hablar de ‘mi primo’); por cualquier motivo peregrino, un cumpleaños puede ser, Froylán dio una fiesta y llevó para servir a Ernie, quien recién llegaba de Guadalajara.

Supongo que eran los primeros años 80, del siglo pasado.

Ernie (se llamaría Ernesto, supongo: lo sabía pero lo olvidé), tenía entonces el pequeño puesto de tortas afuera del templo de la Merced; yo que entonces no me hacía adepto, y adicto, al picante, asistía poco. Luego marché a Guadalajara (otra vez Guadalajara), me aficioné a ese invento del cocinero de Lucifer y, a mi regreso, me volví un asiduo del puesto…

Una feria, sería a finales de esa década -y de eso ya pasaron cuatro-, pasé por allí un domingo al mediodía, en una motocicleta que tuve y hecho polvo de la noche anterior, y entonces… Y ya iba yo otra vez ‘en fuga’, por otro de los muchos caminos que en lugar de Roma llevan a…

Total que Ernie se trasladó a un pequeño local, a unos metros y comenzó a crecer su negocio. No entiendo bien a propósito de qué, pero en un pequeño pizarrón, detrás de la barra donde servía, ponía todos los días uno de esos pensamientos presuntamente inspiradores y al lado, pegado con cinta adhesiva mi artículo de cada día (yo escribía uno todos los días).

Le veía poco, pero lo saludaba con gusto y entiendo que él a mí; en alguna estima me tendría: cuando tuvo el accidente fatal, alguien de su negocio vino a avisarme y a darme la noticia: una fatalidad.

Carlos Morales también falleció en un percance, este de carretera.

Un alma piadosa que yo conozco (tan piadosa que sigue enamorado de sí mismo, asombrado de cómo la piedad le cabe en el cuerpo), me lo dijo a manera de reclamo:

-Ahí está el muchacho ese tonto (usó otra palabra, un poco acorde con su piedad, su buen decir y su manía de abrir la boca para lanzar verdades de esas que son del tamaño de una catedral), que se mató él mismo y mató a… —un familiar que viajaba con él.

Yo lo conocía de la secundaria; era mayor que yo, pero siempre le tuve mucho aprecio, a él y a su hermano Héctor (que por allí debe andar); nos decíamos ‘primos’, sin serlo.

Sin poder precisarlo, supongo que murió unos pocos años antes que Froylán, quien también se fue muy joven, él por una enfermedad temprana, absurda y al final asesina, en circunstancias también trágicas.

Ambos fueron promesas de futuro inacabado y, se conocieron, pero no recuerdo si se trataron más que superficialmente, ambos se destacaron por sus excepcionales dotes de liderazgo. De ambos se dijo —y lo digo yo ahora—, que llegarían lejos. Carlos pintaba para ser un líder social, supongo, y de Froylán se dijo que alcanzaría las alturas de la política.

Sobra entrar en el terreno de los subjuntivos y lo imposible, pero pienso que en ambos casos algunos malos tragos nos hubiéramos evitado. Pienso en algún personaje que nos hubiéramos ahorrado si Froylán no se hubiera ido tan pronto; y me veo, no sé, recibiendo un acertado consejo de Carlos, si no…

Poco después otro amigo, este que sigue por allí (aunque lejos de esta ciudad que no le trató bien), Alfonso Urquiza, se lamentaba de la falta de líderes entre los de nuestra peña. Refiriéndose a ambos, pero especialmente a Carlos, exclamó un día cualquiera:

—Para los pocos líderes que hay, y ya lo ves: se fueron muy pronto…

Me miró y entornó los ojos. Aunque ahora es agua pasada, en esos años, yo algo pintaba; no sé para qué, pero también pintaba. Los hubo que yo sucumbiría por mi indolencia, mi mítica indolencia (que raya en el nihilismo), lo que pensaban que me extraviaría por mi frivolidad. Sucumbí, Tácito, pero ni por la una, ni por la otra: me derrotaron, supongo yo, la ingenuidad y la traición, a dosis similares.

La historia, como sea, es lo de menos: la de mis amigos (la mía importa todavía en menor grado). Lo que me llama la atención es cómo, no con la magdalena proustiana, sino con una prosaica (e incomible) torta ahogada, mi cabeza me llevó a esos abismos del tiempo perdido.

Como sea, fue un gusto recordar a Carlos, a Froylán y a Alfonso.

¡Shalom Shabbat!

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