Luis Muñoz Fernández

A lo largo de la historia se conocen varios ejemplos de científicos que subordinaron su actividad profesional a los imperativos de alguna ideología política. Todos conocemos el terrible programa de depuración racial que puso en marcha el gobierno nazi de Alemania a mediados del siglo pasado. A partir de una interpretación interesada y retorcida de la genética, se justificaron todo tipo de experimentos médicos éticamente inaceptables y una pavorosa política de exterminio que se consideran una de las simas morales más profundas en las que se ha hundido el género humano.

Muchos han oído hablar de los experimentos del siniestro doctor Josef Mengele con los prisioneros de los campos de concentración. Crímenes que quedaron impunes como los cometidos por otros muchos personajes de aquella época tan oscura. Menos conocido es el caso de Fritz Haber, un químico muy brillante que recibió en 1918 el Premio Nobel de Química al desarrollar un método para obtener amonio a partir del nitrógeno de la atmósfera, lo que antes sólo podían hacer las bacterias del suelo. Gracias a ese invento, se pudieron fabricar fertilizantes artificiales para lograr buenas cosechas, evitando así la muerte por hambre de millones de seres humanos. Sin embargo, su exceso de fervor patriótico lo llevó a apoyar al gobierno alemán, demostrando la utilidad del gas cloro como arma química que fue usada por su país en la Primera Guerra Mundial. El elevado número de muertes que el empleo del cloro le ocasionó a los aliados precipitó que Clara Immerwahr, esposa de Faber, se suicidase. Pese a la prohibición expresa de los alidados tras la derrota de Alemania, Faber siguió desarrollando armas químicas como el gas mostaza que fue usado en la guerra hispano-marroquí. Es curioso que a partir del gas mostaza se haya desarrollado la mostaza nitrogenada utilizada para tratar el cáncer. Fritz Faber también inventó un plaguicida a partir del ácido cianhídrico, un derivado del cianuro, que bautizó con el nombre de Zyklon B, sustancia que acabó siendo empleada por los nazis para matar a miles de seres humanos en las cámaras de gas.

Otro ejemplo de aquel entonces, durante la sangrienta dictadura de Stalin, fue el de Trofim Lysenko, un científico agrícola ruso que en 1928 afirmó haber encontrado una forma de eliminar las influencias genéticas de los animales y plantas. De hecho, decía que los genes no existían, que eran un invento de la burguesía para mantener las diferencias de clase. Durante ciertos experimentos realizados en remotas granjas de Siberia, sometió a los cultivos de trigo a ciertas “terapias de choque” que consistían en condiciones extremas de frío y sequía para hacerlos más resistentes a las adversidades mediaombientales. Según Lysenko, eso permitiría que la floración del trigo fuese más vigorosa en primavera y la producción del grano más abundante en verano. Sus experimentos, que a la postre resultaron fraudulentos o carentes de rigor científico, fueron acogidos con entusiasmo por el politburó de la Unión Soviética, al punto de trasladar aquellas “terapias de choque” a los seres humanos, para reeducar en los gulags a los disidentes políticos. Resulta obvio que toda aquella historia terminó incrementando todavía más las atroces hambrunas que ya sufría con frecuencia la población rusa y que segaban la vida de miles de seres humanos.

Tan grave es que un científico supedite su trabajo a una ideología política determinada como el que la clase política gobernante busque que la comunidad científica se someta a sus dictados, descalificando aquellas líneas de investigación científica que según su criterio no se ajustan al ideal de ciencia que consideran el adecuado. En los últimos años hemos sido testigos en México del empleo del término despectivo “ciencia neoliberal” por algunos de los representantes más destacados del Gobierno Federal, en especial por la directora del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), ni más ni menos. ¡Mucho cuidado!

La ciencia no debe ser rehén de la política, porque cuando así sucede las consecuencias son catastróficas. Quienes conocemos las bondades de la ciencia debemos levantar la voz para impedirlo.

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