Gerónimo Aguayo Leytte
Las palabras embolia o derrame hacen alusión frecuentemente a una enfermedad que se presenta súbitamente y ocasiona diversas manifestaciones, como dificultad para hablar, debilidad en una o varias extremidades, pérdida de la visión, torpeza para deglutir, incoordinación y alteraciones de la sensibilidad, entre otras.
Habitualmente, se trata de un trastorno en el que el flujo sanguíneo al cerebro se ve interrumpido por una obstrucción (coágulo, émbolo o trombo) en una arteria, o bien se rompe o lesiona la misma arteria, también llamada vaso, produciendo una hemorragia (derrame).
Hasta hace algunos años, estos episodios se veían aún por los médicos con resignación al no tener herramientas de tratamiento, y muchos pacientes quedaban con secuelas que los hacían dependientes de los demás en diverso grado el resto de sus vidas. En los hospitales se atendían y atienden complicaciones de estos casos, como úlceras en la piel, problemas en la deglución, estreñimiento grave, depresión e insomnio.
En la actualidad, a esta enfermedad se le conoce como Enfermedad Vascular Cerebral y efectivamente tiene dos vertientes: los fenómenos obstructivos que pueden producir infartos cerebrales y los episodios de rotura de vasos que producen las hemorragias. Suelen ser más frecuentes los infartos y, por fortuna, tienen un mejor pronóstico. En nuestro país, esta enfermedad en su conjunto es una de las causas más frecuentes de muerte (la séptima en 2020, según cifras del INEGI) y está entre las tres primeras causas de discapacidad.
Conforme avanzamos en edad, tenemos más riesgo de padecer este trastorno, que requiere algunos padecimientos o condiciones preexistentes que llamamos factores de riesgo, como pueden ser: hipertensión arterial, diabetes mellitus, colesterol y triglicéridos altos, obesidad, tabaquismo, sedentarismo y trastornos del sueño como la apnea obstructiva. En los últimos años, también se han observado infartos y hemorragias cerebrales en personas jóvenes que obedecen a causas más raras pero que deben investigarse, como: ingestión de medicamentos o sustancias que condicionan constricción de las arterias, producción de exceso de sustancias procoagulantes (como ha sido el caso de muchos pacientes con COVID), malformaciones cardiacas y vasculares y enfermedades autoinmunes.
Con el entrenamiento del personal paramédico y de los médicos de primer contacto en los servicios de urgencias y en los consultorios, se ha logrado una estandarización en la revisión de los pacientes en quienes se sospeche esta enfermedad, para que sean enviados a hospitales que cuenten con servicio de imagen para realizar, a la brevedad, un estudio ya sea de tomografía o de resonancia del cerebro y tener información lo más completa posible. La conjunción de una valoración médica y un estudio temprano del cerebro son la mejor garantía para intentar revertir este proceso. Y así como la mayoría de nosotros estamos educados para conocer que cuando alguien se queja de dolor en el pecho, intenso y continuo, es indicación de ir a un servicio de urgencias, también una falla aguda neurológica, como las que se comentaron al inicio de este texto, deben hacernos reaccionar para que estos enfermos reciban la atención médica inmediata.
Al día de hoy, es posible en muchos casos que, si se atienden tempranamente, en menos de 4.5 horas desde el inicio de los síntomas, recibir por vía venosa un medicamento que disuelva el coágulo y se logre restablecer la circulación dañada. Vale la pena entre todos difundir esta información y tener en mente que, ante un cuadro sospechoso de infarto o hemorragia cerebral, el tiempo es cerebro.