Ahora que, como desde hace treinta años, está de moda nuevamente el tema de la concesión del agua, algunos actores de entonces han reaparecido para expiar sus culpas y decir que no hicieron ni dijeron lo que sí hicieron y dijeron. Olvidan la sabia reflexión de Aristóteles: “el hombre es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras”. Vale la pena, por tanto, recordar la historia, y extraer las lecciones que apliquen.

Por ejemplo, durante su campaña electoral de 1995, el candidato del PAN a la Presidencia Municipal, Alfredo Reyes Velázque (ARV), enarboló como única promesa “resolver” la problemática del agua potable en la ciudad. El 9 de abril de ese año declaró a El  Sol  del  Centro  que «la concesión del agua se debe revocar, nosotros tenemos elementos de fondo y de forma tanto técnicos como económicos para lograr un mejor servicio y un precio justo (…). Que el Municipio retome el servicio del agua potable es viable desde todos los ángulos que se le quiera ver». El 1, 10 y 16 de mayo, en el mismo diario, insistió en que bajaría «las tarifas por consumo del vital líquido». El 19 de mayo aseguró: «vamos no nada más  a que se municipalice el servicio del agua, sino a entregar propuestas”. El 16 de junio afirmó: “el PAN le garantiza a la población que de otorgarle su voto y llegar a la Presidencia Municipal y a la mayoría del Congreso del Estado, se dará marcha atrás en la concesión y se le retornará al Municipio la dotación de este servicio público a la población”. El 1º  de septiembre sentenció que desaparecería a CAASA o CAPAMA: «si fuera la concesionaria, automáticamente significaría que el Ayuntamiento reabsorbería la prestación directa del servicio; si fuera CAPAMA, el Presidente Municipal y el resto del Cabildo ejercerían el control sobre dicha empresa».  El 25 de octubre, ya como alcalde electo, anunció «su firme decisión de hacer las gestiones necesarias para cancelar el Título de Concesión del Agua Potable a CAASA, a partir de enero de 1996, como consecuencia del enorme número de anomalías en materia de tarifas”. El mismo día, en El Heraldo  de   Aguascalientes, anunció: «se cancelará el Título de Concesión de Agua Potable porque a CAASA ya se le acabaron las fichas”. En suma, expidió el acta de defunción de la concesión, dijo que las tarifas serían reducidas y que el municipio volvería a ser el prestador del servicio. Un panorama tan idílico como estrambótico.

Acto seguido, el 28 de marzo de 1996 el Cabildo de Aguascalientes aprobó la presunta remunicipalización de la concesión, emitió una llamada Declaratoria de Rescate, pidió una reestructuración de hasta 15 % en las tarifas y el personal del Ayuntamiento llegó hasta las oficinas de la empresa colocando sellos de clausura e incautando bienes.

Toda esa maniobra fue un desastre de principio a fin. Para empezar, el nuevo equipo municipal, que en general era muy limitado e inexperto, no dedicó tiempo a estudiar con detalle el modelo, entender su arquitectura jurídica, explorar alternativas viables y evaluar el impacto financiero. Nadie tampoco se lo advirtió al alcalde electo. Sintiendo la presión de cumplir algo que más o menos se pareciera a lo ofrecido en campaña, dieron un terrible paso en falso que, como se vio después, anuló el margen de maniobra del nuevo ayuntamiento. Nadie del equipo municipal entrante tenía la menor idea de cómo agarrar al toro por los cuernos que era la imposibilidad jurídica, técnica y financiera de cumplir las alegres promesas de campaña. ARV, encajonado entre el nerviosismo y la inseguridad, empezó a intentar negociar una salida decorosa con la empresa concesionaria, con CONAGUA, con Gobernación y hasta con la dirigencia nacional del PAN, y se dio cuenta de que la oblación de campaña era inviable en la terca realidad.

Buscando cómo eludir los costos políticos de deshacer el entuerto, y tras la expectativa creada entre la ciudadanía, ARV reculó dos semanas más tarde, revocó su propia Declaratoria de Rescate, levantaron los sellos que habían colocado en las puertas de la concesionaria, y volvieron a la mesa de negociaciones con ésta, pero ahora en una condición políticamente más endeble que al principio del lío. Lo que siguió es que el servicio no volvió al redil municipal ni bajaron las tarifas, y además tuvieron que aceptar la extensión de la vigencia del título de concesión de 20 a 30 años, con una serie de modificaciones —la constitución de un extraño fideicomiso, el establecimiento de una cantidad fija anual para inversión en la reparación de redes en lugar de un porcentaje de los ingresos, la inadecuada indexación mensual tarifaria que supuso la incorporación de factores inflacionarios no asociados al agua, y el alza en tasas de interés en la crisis de 1995, entre otras cosas— que le quitaron dientes al regulador y le dieron ventajas excesivas a la empresa.

El problema en el que la administración municipal se metió, víctima de su novatez, era múltiple. Por ejemplo, tuvieron que admitir la imposibilidad de disminuir las tarifas en un contexto donde la empresa había asumido la deuda municipal, además de la propia, ahora afectadas por el alza en las tasas de interés. Luego, ofrecieron subsidiar, con cargo al erario municipal, a la concesionaria para que las tarifas medio bajaran de abril a julio de 1996 —“mientras pasa la inconformidad ciudadana”, según me confiaron algunos panistas—, ocultando deliberadamente que a partir de agosto volverían a incrementarse al ser de nuevo indexadas de acuerdo con la inflación —que andaba en 30% en esos momentos— y los costos de los insumos para prestar el servicio. Y, para agravar el panorama, la empresa vio la oportunidad de trasladar una porción de los costos financieros para salvar la concesión y planteó la necesidad de inyectarle 160 millones de pesos adicionales. El municipio accedió. Además, en la esquizofrenia total, el mismo ARV ahora era el más interesado en obtener, como fuera, recursos frescos para hacer exactamente aquello que antes cuestionaba. Acorralado además porque CAASA se amparó contra el llamado rescate y por la oposición de sus propios regidores, que le pedían volver a municipalizar el servicio, el alcalde se convirtió en conseguidor de dinero adicional para la empresa y un firme defensor de la concesión.

Para el gobierno del estado el famoso rescate también fue un dolor de cabeza, pero de una naturaleza distinta porque nuestra opinión jurídica es que la decisión del municipio no tuvo pies ni cabeza, porque no pensábamos aportar un solo centavo y porque el nuevo alcalde tenía que asumir su responsabilidad política en la gestación del brete. El 17 de julio de 1996, mientras negociaba el “nuevo” título de concesión, ARV me formalizó por carta la petición de 40 millones de pesos que necesitaban para cubrir pasivos de CAASA y del propio Municipio, que iban ascendiendo aceleradamente, de los cuales accedimos únicamente a 5 millones. Yo no tenía ninguna intención ni margen para aportar, con recursos frescos, casi la misma cantidad que habíamos obtenido, por ejemplo, con la venta de la plaza de toros, porque descuadraba mi objetivo de entregar una deuda pública cercana a cero al fin de mi administración, y menos aun tratándose de un enredo provocado, única y exclusivamente, por el municipio.

Por su parte, el 20 de junio de 1997 recibí una carta del embajador de Francia en México, Bruno Delaye —un diplomático frívolo, simpático y agradable— en la que insistía que el gobierno del Aguascalientes le diera los otros 35 millones de pesos —puesto que ya habíamos comprometido cinco— a la concesionaria y terminaba amenazando delicadamente con que, de no aportarse esa cantidad, “podría provocar la salida de la Compagnie Générale des Eaux —luego Vivendi— del proyecto” así como un deterioro en la “imagen” del estado. Nada de eso pasó. Allí terminaron la boutade del embajador y la necedad de ARV, los recursos adicionales no se dieron, la concesionaria no se fue, Vivendi desapareció como tal, entraron nuevos socios globales y se transformó en Veolia. Y las inversiones, por su parte, siguieron llegando imparables a Aguascalientes.

En síntesis, la historia -dicen los clásicos- es madre y maestra, y conviene recordarla para no cometer los mismos errores.