Moshé Leher

El jueves me dieron una mala noticia. No me tomó por sorpresa, pero igual se me fue el alma a los pies, por decir algo: no acabo de entender ni lo del alma, ni la expresión.

El asunto es que, a estas alturas de la vida, ya en las puertas de una vejez que quisiera sin sobresaltos, estoy de nuevo ante la necesidad de reinventarme, como dicen ahora; transitar otros caminos, buscarme la vida de otra manera, procurarme esa tranquilidad que, seguramente, no me he sabido ganar.

Y es que, reparo, que ya voy para tres años que dejé el que fue mi trabajo de cuatro décadas, según yo para ponerme a escribir, a pintar, a viajar, y de paso olvidarme de los asuntos públicos: nunca me sentí del todo a gusto con eso de la mediana celebridad, de la exposición pública: cosa rara en alguien que desde la juventud se dedicó a los asuntos de prensa, la radio, la televisión.

Pese a todo he intentado ser discreto. Menos que los asuntos de lo público, me gustan la histeria, la notoriedad a toda costa y, menos que nada, los pleitos: ni los propios y mucho menos los ajenos.

“Mickey Mantle no hará nada por ti”, le dijo un gánster al joven que hacía de Robert De Niro de menor, en no sé qué película.

Por eso me he mantenido lejos de los círculos de conspiradores, de los partidos, las camarillas, los compadrazgos eran tal clan, las sectas, los grupos de opinión, los analistas de café. Yo opino lo mío y procuro -no siempre lo consigo, de verdad- respetar las de otros. Tal vez ese fue mi error o mi incapacidad: no soy gregario.

En fin, que luego de la desdichada noticia, otra vez, a las puertas de los sesenta me siento viendo la pared más lejana, pensando qué diablos voy a hacer de aquí en adelante.

Hace muchos años, casi treinta, en una situación similar agarré mis cosas y me marché. Renté la casa que tenía, vendí el auto, y con lo poco que tenía agarré un avión y me fui a España. Un empleo interesante, pero modesto; una beca mínima, un pequeño pago por algunas colaboraciones me dieron para pasarme tres largos y plácidos años allá.

Superé un matrimonio infeliz, estudié mi doctorado, viviendo en un pequeño apartamento de setenta metros, viajando en transporte público, comiendo menús de cuatro cuartos en pequeños bares, bebiendo whisky barato… Y siendo profundamente feliz, sobre todo al ir por la calle como un tipo más de a pie.

Luego regresé y lo demás es historia: la de un señor medianamente respetable (no respetado), que me dediqué a trabajar y a criar a un hijo. Luego, en uno de esos extraños giros de la fortuna pasaron las cosas que pasaron: pasado.

No sé, todavía no me aclaro, si me encerraré por meses a terminar un libro que tengo pendiente. Me puedo cortar el pelo a cero, como Géricault para pintar su famoso cuadro, o me puedo dejar la barba y la cabellera hasta quedar como un eremita; por las noches puedo salir al vecindario a aullarle a la luna, vestido con harapos.

Podría, ¿qué me lo impide?, buscar trabajo de vendedor de enciclopedias y visitar su domicilio, ataviado con mi mejor sonrisa, una camisa blanca y pulcra y una corbata de color y dibujo discretos. Podría, mucho mejor, usar mis dotes para versificar y dedicarme a hacer corridos de esos que hablan de asesinos y criminales de toda ralea, una actividad para la que, según veo, no se necesita ni saber cantar (que no sé), ni mostrar dotes excepcionales, y que parece que es de lo más lucrativo.

También está la posibilidad de vender mis dos cosas y volverme a marchar, a un pueblito pequeño con estación de tren, para salir a pasear por las mañanas y hacerme un café rumiando medias frases con un barista malhumorado, en uno de esos cafés chamagosos que huelen a embutido.

En alguna pequeña plaza, eso suena bien, me sentaría a leer un diario; uno que hablara de los asuntos del PP, del País Vasco, del Villarreal, de los fondos europeos, las cuentas del Euribor, y esos asuntos que, en definitiva, me tienen sin cuidado; al final sacaría un cigarrillo y un bolígrafo para hacer el crucigrama.

Vendo casa de ocasión.

Ah, y ya no me llamaría Moshé, parece un nombre poco afortunado, y yo, lo dicho, ya no estoy para disgustos.

Pero por lo pronto ¡Shalom!

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