Luis Muñoz Fernández
Hasta hace poco, sólo algunos se fijaron en las bacterias y los otros microbios a los que damos alojamiento. Pero ellos han estado allí a lo largo de nuestra evolución. Las bacterias llegaron primero. Están mucho más entrelazadas con nuestras vidas de lo que creíamos. Forman comunidades complejas y cambiantes que son moldeadas a la par que dan forma a las vidas de nuestras demás células. Se encargan de buena parte de nuestra digestión. Fabrican vitamisnas esenciales y otras moléculas. Degradan toxinas y metabolizan medicamentos. Ejercen una influencia invisible en nuestras hormonas, nuestros sistemas inmunológicos y, tal vez, en nuestros cerebros.
Jon Turney. I, superorganism: learning to love your inner ecosystem, 2015.
“Ojos que no ven, corazón que no siente”, reza el refrán, y así ocurre con las bacterias y otros microbios (virus, hongos y arqueas) que viven en nuestro cuerpo y que, ignoradas por siglos, una vez que supimos de ellas las creímos simples huéspedes inertes. Incluso las llamamos “comensales”, es decir, simples invitadas a comer en el banquete de nuestro cuerpo, que poco o nada tenían que ver con nosotros mismos. Error colosal que hoy reconocemos poniéndolas en el centro del interés médico y la investigación científica.
La cosa viene de lejos. Aunque la distancia temporal es tan gigantesca que desafía nuestra capacidad de comprensión y cálculo, parece ser que tras el gran estallido inicial -el tan traído y llevado Big Bang- la Tierra se formó unos 4 mil 500 millones de años atrás. Habrían de pasar otros mil millones de años para que apareciesen las primeras formas de vida: no los dinosaurios que vemos en los museos de historia natural, sino seres de apariencia mucho más modesta que, sin embargo, dominarían el panorama de la vida de manera indisputada durante los siguientes dos mil millones de años.
Estos seres no se exhiben en los museos porque no pueden observarse a simple vista y porque no han podido llegar hasta nosotros en forma de fósiles. Sin embargo, fueron tan versátiles y exitosos que sus descendientes, aquí y ahora, son la prueba palpable de su influencia que hoy reconocemos abrumadora. Hablo simple y sencillamente de las bacterias.
A lo largo de dos tercios de la historia de la vida, las bacterias fueron los únicos seres vivos sobre la faz de la Tierra. Durante ese reinado fueron capaces de inventar y ensayar casi todos los procesos químicos característicos de los seres vivos. Poco dejaron a la imaginación de quienes aparecieron después. Como los antiguos griegos que, cinco siglos antes de Cristo, ya habían inventado casi todas las ideas de nuestra cultura.
El primero que observó las bacterias fue Anton van Leeuwenhoek (1632-1723), un comerciante de telas holandés que aprendió por su cuenta a pulir y tallar vidrios con los que primero construyó lupas para analizar el entramado de las telas que vendía o compraba y verificar así la calidad del tejido. Después, empezó a elaborar dispositivos equivalentes a sencillos microscopios que aumentaban los objetos observados más de doscientas veces, muy superiores a las lupas que se podían conseguir en aquel entonces.
Poseedor de una curiosidad irrefrenable, van Leeuwenhoek quiso observar con sus microscopios todo tipo de cosas: insectos, agua de los estanques, el sarro acumulado entre sus dientes e incluso el semen. Asombrado al encontrar lo que denominó “animáculos”, empezó a comunicar sus observaciones mediante cartas que enviaba a la Royal Society de Londres, la agrupación científica más prestigiosa de la época. Sin preparación académica, aquel hombre curioso fue admitido como miembro correspondiente en la Royal Society y en la Academia de Ciencias de París en 1680 y 1699, respectivamente.
En un principio, clasificar las bacterias entre los demás seres vivos fue un verdadero problema. Los primeros intentos las situaron dentro de las plantas y de aquella clasificación proviene la expresión “flora bacteriana”, que se refiere a las colonias de bacterias que habitan normalmente en las diversas superficies de nuestro cuerpo. Conforme se desarrollaron técnicas de estudio cada vez más potentes y precisas, se fue aclarando paulatinamente que las bacterias constituían en sí mismas un grupo particular dentro de los seres vivos.
En la visión actual, esos grandes grupos de seres vivos -denominados dominios- son solamente tres: las bacterias, las arqueas y los eucariotas. Con mucho, la inmensa mayoría de los miembros de esos tres dominios, entre los que estamos también los seres humanos, son seres microscópicos, pues están formados por una sola célula.
Así ocurre con la totalidad de las bacterias y las arqueas (parecidas a las bacterias e incluso a nuestras propias células, pero con claras diferencias que permiten ponerlas en un dominio propio) y así también sucede con la mayoría de los eucariotas, que están formados por una sola célula. Las plantas y los animales -nosotros somos animales- son eucariotas multicelulares, pero constituyen una pequeña minoría avasallada por incontables huestes de hongos y protozoarios.
Cada vez que hablamos de bacterias pensamos en enfermedades. Siendo objetivos, esa es una percepción distorsionada de la realidad. Así lo considera Lewis Thomas (1913-1993), médico y escritor norteamericano, para el que las bacterias patógenas (las que producen enfermedades) constituyen la excepción y no la regla en el dominio bacteriano, ya que son muy pocas las que pueden ocasionarnos infecciones. A la mayor parte de las bacterias le somos totalmente indiferentes, aunque con aquellas que viven en nuestro cuerpo nos une una relación de mutua dependencia que nos es vital en más de un sentido.
Hoy llamamos microbioma o microbiota a los microbios que nos acompañan a todas partes. Casi todos son bacterias, pero también encontramos virus y hongos. Son, como decía, parte normal y necesaria de nuestra vida y su número rebasa con mucho el de nuestras propias células. Hoy sabemos que por cada célula humana tenemos de 3 a 10 células bacterianas. La mayoría habita la superficie del intestino, pero las podemos encontrar en otros muchos sitios: la piel, el árbol respiratorio, las vías urinarias, el aparato genital, etc. Su estudio se ha vuelto en la actualidad uno de los campos más activos de la investigación biomédica.
Empezamos a conocer su enorme importancia. Simple y sencillamente no podríamos vivir sin ellas. Su existencia influye de manera determinante en aspectos tan diversos como el desarrollo y adecuada operación de nuestro sistema defensivo (el sistema inmunológico), el desarrollo y funcionamiento cerebral y la salud mental (¿influirán también en nuestras ideas?), la digestión y muchas de las reacciones químicas corporales que forman parte del metabolismo corporal. Y esto es apenas el principio.
Vistos así, tenemos que admitir que, al igual que las colonias de hormigas, cuyos individuos se coordinan para actuar como un solo ser -recordemos aquella escena de la película Antz (1998), en la que todas las hormigas se agarran unas a otras para poder salir del hormiguero que se está inundando-, los seres humanos estamos formados por colonias de células eucariotas (los tejidos) y colonias de células bacterianas (la microbiota) que, unidas íntimamente, se coordinan de manera estrecha para lograr ese estado de funcionamiento óptimo que llamamos la salud corporal. Tal como sucede con los insectos sociales, los seres humanos somos en realidad superorganismos.
Estas ideas no son del todo nuevas. De la antiquísima palabra indoeuropea dhghem, que significa “tierra”, proviene nuestra palabra humus, el producto de la actividad de las bacterias que viven en el suelo. De humus nacen palabras con tanto significado para nosotros como humilde, humano y humanitario. Evolutivamente hablando, nuestras células provienen de antiguas bacterias. Ese es nuestro humilde origen humano. Conscientes de él, tal vez podamos ser más humanitarios. ¡Humus eres y en humus te convertirás!
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