COLUMNA CORTENi toda la sociología del mundo y de la historia bastará para que algún día ésta logre captar o localizar el punto de ignición hacia la magnitud de impregnación que posee el cine entre la fauna urbana, pues sus hábitos omnívoros en cuanto a filmes la fijan como una comprometida a la reconstrucción de sus esquemas de realidad, con base en la ficción que se le sirva en evasor plato de celuloide. De estos, a su vez, surgen algunos que impactan a la audiencia a niveles cataclísmicos, concluyendo en una desenfrenada adoración que eleva al paroxismo la trascendencia que posee un relato narrado a una distancia breve, como lo es una pantalla donde se avizora un mundo lejano y a la vez adyacente. Un argumento contundente en esta apreciación siempre ha sido y será “Casablanca”, filme que pulverizó la etiqueta del culto para transfigurarla en sinónimo de cinefilia, pues su revisión se vuelve obligada cual oración en cualquier acto litúrgico. Tal es la potestad que ejerce el cine en sus adeptos, sin que cualquier condición étnica, social o geográfica importe. Todos aman el cine y, en reciprocidad, éste nos regala historias.
Hace más de 70 años se estrenó esta producción de la Warner Brothers con muy bajas expectativas. La Segunda Guerra Mundial estaba en pleno apogeo y todos los esfuerzos creativos se estaban enfocando al levantamiento de moral, tanto para con las tropas como en casa, entre los civiles desmoralizados. Entre tal herrumbre emocional, los dramaturgos Murray Burnett y Joan Alison trataron de sacar adelante un libreto de su autoría titulado “Todos Van al Bar de Rick”, la historia de un renegado norteamericano que reside en Marruecos durante la conflagración bélica y dirige un suntuoso bar que maneja apuestas clandestinas y mujeres, mas tan hereje imagen es sólo la pantalla para las actividades libertadoras de Rick, pues en realidad es un refugio para quienes desean huir de este país ocupado por los nazis y dicho espacio logra consolidarse como una zona neutral de guerra, donde soldados y civiles entran y salen dejando historias, lágrimas y esperanzas. Este turbulento contexto se agita aún más con la llegada de Ilsa Lund, el gran amor de Rick que ha perdido por la razón que la lleva de nuevo a su vida: su esposo, Victor Laszlo y líder de la resistencia en Francia, quien debe escapar sin ser visto y para ello acuden a Rick, influyente en los altos mandos de la policía francesa, en particular con el Capitán Renault. Así inicia un juego de ajedrez sentimental donde Rick se debate entre auxiliarlos, a pesar del sacrificio que ello representa para su corazón, o dejarlos a su suerte y expresarle su despecho a la mujer que tanto amó. Todos los componentes de una tragedia que jamás llega por su alto nivel de intriga y exploración psicológica.
Esta trama, sin embargo, jamás llegó a los escenarios teatrales, pues fue interceptada por Stephen Karnot, el mercenario literario de la Warner, quien la compró y la llevó al estudio para su adaptación. Al momento se canalizó al departamento de producciones “B”, donde se contempló a Ronald Reagan como estelar. Sin embargo, cuando el legendario productor Hal B. Wallis le echó un vistazo al guión terminado, se percató del potencial dramático encerrado en sus potentes diálogos, creativa caracterización y devastador final, así que transfirió el manuscrito a los altos mandos e inmediatamente se reconfiguró la dirección y los papeles principales, considerando en primer lugar a William Wyler (“Ben Hur”) para llevar el timonel de la cinta, pero dejándolo para ser retomado por Michael Curtiz, amigo de Wallis que aceptó gustoso todas sus sugerencias. Con respecto a los roles principales, éstos pareciera que fueron tocados por los hados de la cinematografía, pues Humphrey Bogart quedó convencido de que era una parte rica y con posibilidades, mientras que Ingrid Bergman empatizó con Ilsa desde el inicio. La integración de ambos histriones superó las expectativas y poco a poco la Warner se dio cuenta, conforme las tomas diarias llegaban de la sala de edición, que tenían algo importante y especial entre manos. El resto del reparto complementó cual pieza de rompecabezas las intenciones tragicómicas de Curtiz con actores tan ambivalentes como Paul Reid en la piel de Laszlo, Claude Rains como el sarcástico e incisivo Renault, el veterano Conrad Veidt en una interpretación memorable como el Mayor Strasser, e incluso Peter Lorre en el papel de Ugarte, parásito de Rick y zalamero de vocación. Mas la fuerza, la genuina potencia del filme yacía en la conjugación de los soberbios diálogos, los cuales han sido recitados jaculatoriamente por todos los adoradores del cine, de esta cinta y por la cultura popular y la clásica partitura de Max Steiner, al punto que hasta la fecha es la melodía que distingue la presentación de cada filme de la Warner. La película conquistó varios premios Óscar y el éxito de taquilla garantizó su inmortalidad.
Es curioso como la experiencia cinéfila puede en momentos garantizar un reflejo de trascendencia, pues ver “Casablanca” hoy en día se torna gratificante, tanto por la importancia que ha revestido en los anales fílmicos como por el alto grado de inspiración para el imaginario del espectador, pues subyuga y absorbe a la vez que proyecta todas las posibilidades cronotopistas. Setenta años después, la cinta no sólo es un referente obligado, es un menester. La famosa línea “Éste es el inicio de una bella amistad…” no es un intercambio que se da entre Rick y Renault en el momento cumbre, sino una declaración de una obra a su amoroso público.

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