Jesús Eduardo Martín Jáuregui
“Nihil novum sub sole” Eclesiastés.
“El que no conoce la historia está condenado a repetirla” George Santayana
«Solamente aquel que construye el futuro tiene derecho a juzgar el pasado»
Federico Nieztche.
El dos de octubre que no se olvida parece estarse diluyendo en el tiempo, no en balde los griegos concebían al dios Cronos (el tiempo) como el que devora a sus hijos, día a día los recuerdos se deslavan y terminan por desvanecerse y confundirse con otros. Es posible decía Nieztche vivir sin recordar, pero es absolutamente imposible vivir sin olvidar. Amado Nervo (también conocido por la no primera y no dama como “Mamado” Nervo) se lamenta en su extraordinario libro “La amada inmóvil”, como el dolor de la pérdida del ser amado va perdiendo intensidad y se duele de que ya no le duela igual.
En la ciudad de México apenas se reunieron alrededor de cinco mil personas para recordar la masacre del sesenta y ocho. En una ciudad que reúne cientos de miles para escuchar a un grupo de algo que llaman música y que como no cuesta o porque realmente les gusta llenan el zócalo de la capital, participando quizá sin quererlo en una promoción política a la que se suman inocentemente, cinco mil personas no significan absolutamente nada. El recuerdo del dos de octubre llega a algunos más por lo que piensan que pudo significar que por lo que realmente signifique en el presente.
En mi opinión es un error reducir el movimiento del 68, con todo lo dramático que fue y su violencia brutal, al dos de octubre. En este sexenio los asesinatos que han protagonizado las fuerzas militares en sus diversos grados y expresiones de represión son infinitamente superiores a los sufridos en Tlaltelolco y a lo largo de la llamada “guerra sucia”. El dos de octubre fue un acto de violencia del estado ante un movimiento que cuestionaba la democracia y la legitimidad de un gobierno despótico y autoritario, acorralado en vísperas de lo que sería un escaparate frente al mundo. Díaz Ordaz optó por una “solución final” que endureció al gobierno pero que asumió en forma personal con todas sus consecuencias, jurídicas, históricas, políticas.
El movimiento del sesenta y ocho que se gestó a partir de un enfrentamiento aparentemente intrascendente entre una vocacional y la prepa Isaac Ochoterena, creció ante la represión hasta desbordarse y ser aplastado. La esencia del movimiento era la lucha por la democratización, por la conquista de libertades, por la abolición del aparato policíaco represor, por un gobierno republicano no autoritario ni autocrático, por una autonomía real de las universidades y en general por el fortalecimiento de controles que limitaran el poder presidencial y lo acotaran sometiéndolo al ejercicio republicano de un sistema concebido con tres poderes que se equilibren entre sí. Con Díaz Ordaz culminó el denominado desarrollo estabilizador y se agotó un modelo que si bien propició estabilidad y crecimiento también exhibió el desgaste de un sistema político basado en una apariencia democrática que camuflagaba la concentración del poder en una sola persona.
La represión del dos de octubre frenó de un golpe un proceso revolucionador, pero dio inicio a luchas sociales de diversa índole, algunas violentas y marginales en forma de guerilla, otras dentro del mismo partido de estado, otras más que se gestaron en las universidades desde las agrupaciones laborales y sin duda también en grupos políticos que juntos constituyeron una sinergia que echó a andar una lucha por acotar al poder presidencial y con ello al partido de estado.
La historia del país desde 1970 hasta 2018 es la historia de un pueblo en lucha pacífica por cauces democráticos, la creación de instituciones para garantizar la estabilidad de la moneda y la economía, la invención de organismos para la defensa del sufragio y el respeto del voto, el fortalecimiento paulatino de los órganos de impartición de justicia, la ampliación de los diversos grupos políticos y la creación del espacio y los apoyos para su desarrollo, la limitación de las facultades policíacas y de represión y el sometimiento a procedimientos transparentes, la consolidación de un sistema no jurisdiccional de respeto a los derechos fundamentales, etcétera, etcétera, nos hizo concebir que nos enfilábamos en un franco camino democrático. La alternacia en el poder sin mayores contratiempos y el trabajo impecable de las autoridades electorales fueron la ocasión para el triunfo de un gran luchador político que en buena medida había enarbolado las banderas democratizadoras y republicanas.
Algo pasó. Cuesta trabajo pensar que Andrés Manuel López Obrador haya sido un gran simulador que ocultó su verdadera naturaleza para llegar al poder y conservarlo a todo precio. Prefiero creer que tras un esfuerzo de décadas, lograr la presidencia fue algo superior a sus capacidades y perdió la cordura. Dice un proverbio zen: “cuando llegues a la cima, sigue subiendo”. Andrés Manuel llegó a la cima y volteó abajo y nos vió a todos, como dice el dicho “chiquitos y orejones”, y sea por temor, o por la íntima convicción de que nadie mejor que él, o por la tremenda certeza de saberse el mesías para salvar al país de sus adversarios, y con la decisión de sacrificarse por la misión que asume como el nuevo caudillo comenzó sistemáticamente a destruir lo que trabajosamente habíamos ido construyendo en cincuenta años.
El gobierno de López Obrador ha sido un paulatino retroceso a las peores épocas del presidencialismo mexicano, al México del autocrático y psicópata Gustavo Díaz Ordaz con los tintes mesiánicos y populistas de Luis Echeverría. Su gobierno se sostiene en una popularidad obtenida a partir de una propaganda continuada que abarca todos los medios de comunicación y sostenida con un programa de limosnas administrado perversamente para lograr un control político, junto con la intimidación, la represión, la compra de conciencias, el sometimiento y el culmen del autorismo la corrupción del ejército con la entrega de fuentes de ingresos de las que, por su naturaleza, no rinden cuentas, y que ha transformado a lo que debiera ser un cuerpo de defensa de las instituciones en empresarios que explotan todo tipo de negocios, desde aduanas hasta líneas aéreas.
El poder destructor y corruptor del presidente ha logrado en cinco años transformar a México, ciertamente, en un país con un presidencialismo rampante como en los peores tiempos del PRI, decidido a conservar el poder a cualquier precio. El campo es propicio para otro movimiento como el del 68 y quizás otro 2 de octubre…
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