
Lo primero que piensa uno —para no tener que salir con la reverenda memez esa del ‘retorno solar’— es que, dando por buena la convención gregoriana y la necesidad humana de medir las cosas que no entendemos, para intentar meternos el mundo en la cabeza, es que hay que dar por bueno que uno nació, por obra del azar, siempre, tal día de tal año y vivir en consecuencia.
No en vano es el calendario el que nos dice la partida de nacimiento, cuándo dejamos de ser niños, qué edad es la que se hace obligatorio ir al parvulario y cuál es la indicada para comenzar la educación primaria y etcétera; cuándo hay que hacerse conscripto del Servicio Militar; cuándo tiene uno que pensar en eso de sentar cabeza… Una pregunta: ¿los que no sientan cabeza, cómo es que la tienen pues? ¿Tendida?
Y es que a la edad que nos dictan las convenciones (y cada cultura ha tenido las suyas, recordemos que, según el Génesis, si Adán vivió 930 años (por obra del pérfido Caín), su hijo Set nomás alcanzó los 912, más como sea que su descendiente Enoc, que solamente pudo llegar a su cumpleaños 365 (¿dónde conseguían esos santos hombres tantas velas para su pastel?); por no hablar de su hijo, que llegó a la edad de 969, lo cual es una marca, hasta donde sabemos.
Nada que ver con Thomas ‘el Viejo’ Parr, que a fuerza de beber whisky alcanzó los 152 años…
En fin.
Recuerdo, pues mi memoria sigue ocupándose de cuánta tontería han visto mis ojos —soy algo así como un Ireneo Funes, especialista en recuerdos lejanos e inútiles—, un día que mi abuelo Emilio (que por cierto murió de 82 años), leyó un titular en un diario que lo llenó de indignación.
Un ‘quincuagenario’ (presentado, así dicho, como un anciano), releyó en voz alta, había sido atropellado por un camión de la Ruta Oriente, muy a tono con esa jerga de la nota roja que clasifica a los viejos (hoy ‘adultos mayores’), en una escala que va desde los mentados quincuagenarios hasta los más escasos nonagenarios, siempre como un signo de debilidad y decadencia.
Yo que no distingo, en mi actual estado de desempleado de larga duración, un lunes de un martes, he de reconocer que adapto mis calendarios de manera peculiar: a los calendarios deportivos y, cómo no, a las estaciones, de tal manera que si el invierno termina el día del Superbowl (día en que el frío da paso a climas más tolerables), puedo afirmar que, por lo menos aquí, los días más vivibles de la primavera comienzan justo con el Opening Day de las Ligas Mayores.
Hace una semana, apenas en 5 juegos, los Rangers de Texas ganaron la Serie Mundial, lo que para mí significa, entre otras cosas, que ya no veré béisbol, si sobrevivo el invierno, hasta las ligas de primavera (marzo), y que se viene una época que no es precisamente mi favorita.
Primero, siempre en coincidencia con la serie final de la MLB, la payasada esa de ensalzar nuestra cultura necrológica con días de muertos y halloweenes; luego, siempre con más pesar que alegría, mi cumpleaños, que es este sábado (nada que festejar, aunque los regalos son bienvenidos), para dar paso a los festejos navideños, que tampoco me producen ningún entusiasmo, en cuanto a que son un festival de compras inútiles, de gastos innecesarios y una verdadera orgía de hipocresía.
Ya ni hablar, que no queda espacio, de mis sombrías reflexiones sobre la circunstancia de que, al cumplir 59 años, ya lo que sigue es el ‘sexto piso’, lo que significará que pasaré de la categoría quincuagenaria a la de los sexagenarios, que cuando yo era niño eran ya unos viejos, aunque la verdad es que ahora, a más esperanza de vida, los hay que estiran la liga para decir que, si la vida comienza a los 40, uno que cumple 20 es en realidad un veinteañero.
Abur.
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