
Por: Juan Pablo Martínez Zúñiga
CARTELERA – “LOS MUERTOS NO MUEREN” (“THE DEAD DON’T DIE”)
Érase una vez un director llamado Jim Jarmusch que forjó una senda independiente en el cine norteamericano a finales de los 80’s y principios de los 90’s, no muy distinta a la que zanjó John Cassavettes durante la revolución cinematográfica setentera con discursos muy privados y honestos sobre la condición humana empleando herramientas culturales propias de su nación en cintas como “Más Extraño que el Paraíso” (1984), “Bajo La Ley” (1986) y “El Tren del Misterio” (1989), y luego enclavó figuras mainstream en su narrativa con películas notables como “Hombre Muerto” (1996) con Johnny Depp, “Ghost Dog” (1999) estelarizada por Forest Whittaker y aquellas en mancuerna con su muso particular Bill Murray como “Café y Cigarrillos” (2003) y “Flores Rotas” (2005). Ahora, logra conjuntar a su nuevo cuadro de actores en “Los Muertos No Mueren”, una sátira que llega veinte años tarde cuando la estructura que elige Jarmusch para contar un apocalipsis zombi pudo considerarse relevante, pero ahora se le ven los hilos y las arrugas por doquier. Y aun así funciona, aunque muy levemente porque a fin de cuentas es Jarmusch y el señor simplemente conoce al derecho y al revés las tuercas y tornillos que arman correctamente al relato fílmico, además que todavía tiene ingenio para conjurar ocurrencias que ni a los Coen les llegarían en sus sueños más delirantes. En este caso, se trata de un pueblito típico de basura blanca llamado Centerville que se ve lenta y sistemáticamente invadido por zombis (y no exagero, el director se toma su bendito tiempo para que aparezca el primer cadáver reanimado en pantalla) debido a una fractura en el eje de la Tierra, lo que provoca además que siempre halla luz de día, incluso de noche. Para detenerlos se encuentran los policías del lugar, interpretados por Adam Driver y el mismo Murray, quienes encuentran asistencia en la agente de pompas fúnebres del lugar (Tilda Swinton) aficionada a las espadas samurái y los granjeros locales, particularmente un furibundo Steve Buscemi y otro muy pasivo encarnado por Danny Glover. Hay participación de actores juveniles liderados por Selena Gómez pero su raisond’etre es algo banal y no aportan elementos significativos a la trama. Todo esto es atestiguado por un ermitaño (Tom Waits, otro gran amigo del cineasta) que observa e ironiza al respecto. Y en esto Jarmusch es donde se queda un poco atrás, pues si bien la cinta se deja ver en cuanto a técnica, interpretación -todos lo hacen bastante bien- y observaciones socarronas sobre la cultura gringa, los mecanismos que emplea a modo de estructura ya son caducos e incluso innecesarios (humor autorreferencial, guiños irreverentes a la naturaleza fílmica del relato, adiós a la cuarta pared, etc.), por lo que echamos de menos al Jarmusch contemplativo y más serio. “Los Muertos No Mueren” como título ni siquiera funciona a modo de sarcasmo, porque es la película la que en ocasiones batalla con su rigor mortis argumental. Pero se deja ver, después de todo es JimJarmusch en etapa de curiosidad.
STREAMING – “MI NOMBRE ES DOLEMITE” (“DOLEMITE IS MY NAME”)
Los setenta siempre serán recordados como la década de la diversificación cinematográfica, pues aquí se solidificó toda propuesta contracultural y revolucionaria a nivel cultural y sexual tanto con la llegada del Nuevo Hollywood y sus paladines (Scorsese, Coppola, Pollack et al) como por las diversas exigencias que desde sus cubiles a modo de ghettos vociferaban las minorías para ser incluidos en la nueva expresión fílmica post-Watergate. De esta vorágine de patadas supersónicas difundidas por el cine oriental artemarcialista de los Hermanos Shaw, las primeras arcadas gore del cine serie “B” al “Z” y la pornografía que tenía en “Garganta Profunda” a su eximia representante, surge el “Blaxploitation”, hecho por y para negros que llenaban los cines de barriada para atestiguar como sus masculinos héroes de estrafalaria indumentaria y nombres ídem como Shaft y Superfly le hacían ver su suerte a sus opresores socioculturales caucásicos. De entre esta camada llegó el equivalente al Ed Wood afroamericano llamado Rudy Ray Moore, un sujeto con amplio apetito de popularidad saciado con su comedia a modo de rap todo rancio, vituperante y obsceno que conquistó el corazón de su raza mediante exitosos discos de vinil. Su arribo al cine solo fue cuestión de tiempo y sucedió en 1975 con su personaje de Dolemite, la síntesis machista y algo grotesca de los arquetipos ya mencionados. Ahora su nombre es sinónimo de culto gracias a películas subsecuentes caracterizadas por una torpeza interpretativa y técnica pasmosas y una exquisita chafez que hubiera querido Jorge Reynoso en sus películas. Por ello, para rescatarlo de la ignominia llega Eddie Murphy con este proyecto para Netflix titulado “Mi Nombre es Dolemite”, una biografía coherente y la verdad muy divertida sobre este sujeto de ego imparable, pasado doloroso y, al igual que el mencionado Ed Wood, con muchas ganas de hacer cosas aun si no tenía ni una pizca de talento para realizarlas. La dirección de Craig Brewer (“Ritmo de un Sueño”) no busca algún tipo de innovación, tan solo presentar al protagonista con suficiente empatía para que el espectador se ponga de su lado mientras vemos a Murphy dando una actuación sólida como Rudy Ray Moore mientras busca oportunidades en diversos bares y cabarets de Los Angeles como comediante hasta que la fortuna le sonríe cuando conoce a un vagabundo que rapea jocosas anécdotas, las cuales utiliza a la postre en sus actos. La película jamás cuestiona la ética de este hurto creativo, pues sigue la senda de otras cintas similares donde lo importante es ver cómo asciende el personaje, cosa que sucede cuando graba sus monólogos en disco y éstos se venden como pan caliente. Posteriormente llega el momento de hacer una película y recurre a un grupo de novatos y estudiantes para realizar su sueño, lo que le llevará a un punto de confrontación tanto con la realidad como con las personas que trabajan con él, incluyendo un guionista con sueños de grandeza (Keegan-Michael Key), una obesa pero leal cantante llamada Lady Reed (Da’Vine Joy Randolph en una excelente actuación) y un actor homosexual muy pagado de sí mismo que accede a participar en el proyecto al ofrecerle la dirección (Wesley Snipes). Todos los ingredientes logran cuajar gracias a las buenas actuaciones y el ritmo ligero, pues esto pudo erogar en un retrato sórdido y decadente del cine guerrilla minoritario de los setenta. Al ver este trabajo, quedan ganas de revisitar ese cine barato pero honesto y sin pretensiones que hablaba más de lucha que de creatividad, pero eso a fin de cuentas es lo que distinguió la carrera de Rudy Ray Moore, aun si fuera entre incontables maldiciones, barbarismos machistas ya anacrónicos y todas las variantes lingüísticas de la cópula y genitales. En pocas palabras, diversión pura.
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