Los recuerdos que a menudo tenemos, tanto en el plano personal como en el social, guardan una relación estrecha con lo que comúnmente consideramos que somos en relación con las tradiciones y las costumbres. De forma diluida, pensamos que las fincas más representativas de la localidad fortalecen estos elementos; sin embargo, sólo en algunas ocasiones reflexionamos sobre cómo, en el caso de México, la tríada de componentes —memoria, tradición y arquitectura— son potentes y han moldeado siempre el concepto que se ha denominado “identidad”.

Es suficiente traer a colación a los países europeos limítrofes al Mediterráneo, a China o a la India, que cuentan con tradiciones muy arraigadas, arquitecturas singulares con componentes de fácil identificación, y un conjunto de costumbres y tradiciones abundantes y antiguas. Por el contrario, en las naciones relativamente recientes, a pesar de tener una carga histórica importante, no cuentan con una arquitectura típica.

El monumento, que en sí su significado evoca al recuerdo —del latín “monumentum”, recuerdo—, estaba más unido a las sociedades mediterráneas que a aquellos asentamientos más al norte europeo, debido al modo de entender la vida de cada uno de ellos. Hay excepciones, como la de Finlandia, donde el arquitecto Alvar Aalto (1898-1976) situó a su país en la primera plana mundial con sus obras arquitectónicas y los diseños de mobiliario y enseres, a partir de la segunda mitad del siglo XX.

En México, el arquitecto Luis Barragán (1902-1988), con formación ingenieril, no refleja un acontecimiento similar, ya que el maestro bebió de las formas arquitectónicas vernáculas de amplia influencia mediterránea para reinterpretarlas y diseñar un léxico eminente y moderno, acorde con las raíces, memoria y tradiciones locales, así como un lenguaje actual en consonancia con el momento en que produjo sus obras.

Además del caso de Barragán, en el país existen múltiples ejemplos arquitectónicos que aluden a un pasado mesoamericano exuberante y, a la vez, guardan las formas pretéritas de la Antigüedad Clásica, la Edad Media, el Barroco y el Neoclásico, con los cuales se articuló la arquitectura virreinal novohispana con los nacientes estados de Occidente. Pero es inapropiado pensar que una pirámide, una arcada o los trazos de las torres de los campanarios de las iglesias no los consideremos de modo ordinario e inherente, al igual que diversas formas arquitectónicas existentes en México que se han asimilado desde siempre. Así se fomenta el recuerdo —a veces de manera superficial— y también la percepción de una identidad patria que se presenta a través de peculiaridades según cada territorio donde se establezca una colectividad.

Digno de mención es el hecho de que, a lo largo del país, se tienen múltiples edificaciones de vasta tradición y de fabricación reciente, como en el caso del municipio de San José de Gracia, perteneciente al estado de Aguascalientes —cuya historia es sumamente original, pues el poblado primigenio, probablemente del siglo XVII, según Alejandro Topete del Valle (1908-1999), desapareció por el anegamiento de las aguas de la presa Plutarco Elías Calles durante la década de los años veinte del siglo pasado—. Ahí se buscó en la tradición dar continuidad a las formas arquitectónicas mediante interpretaciones recientes de lo que anteriormente fue el antiguo y original asentamiento.

Lo mencionado lo podemos apreciar en la Presidencia Municipal, con una arcada de tabique aparente a modo de un portal; la simetría de su frente, las pilastras de piedra y la integración interior-exterior por medio de un elemento similar a una “stoa” griega. De lo expuesto podemos inferir que, al carecer de los ejemplos arquitectónicos nativos, la memoria se encarga de traerlos de vuelta con el propósito de prolongar la tradición, sin duda una acción muy loable y digna de reconocimiento.