Ricardo Orozco Castellanos

La obtención del premio Nobel de Literatura por parte del cantautor norteamericano Bob Dylan en 2016 suscitó una acalorada polémica, lo mismo entre quienes estaban a favor de su designación como entre los defensores de la “pureza” literaria (signifique eso lo que signifique), escandalizados por el hecho de que un autor de letras de canciones populares mereciera tal galardón. También hubo quienes, aun a favor del premio a Dylan, expresaban sus dudas de que fuese “el mejor”; muchos adujeron que, en todo caso, dicho premio debió recaer ex aequo entre varios de los más conspicuos representantes de este género híbrido, por aquel entonces todavía vivos, ya fueran el canadiense Leonard Cohen (1934-2016; coincidentemente fallecido semanas después de revelarse el nombre de Dylan como ganador), los brasileños Chico Buarque (1944) y Gaetano Veloso (1944), los cubanos Silvio Rodríguez (1943) y Pablo Milanés (1943-2022), el estadounidense Paul Simon (1941), o los españoles Víctor Manuel (1947), Joan Manuel Serrat (1943) y Lluís Llach (1949).

Que las letras de canciones populares pueden alcanzar un alto nivel poético es innegable: basta recorrer un puñado de canciones de cada uno de los autores mencionados arriba para cerciorarse del valor literario de sus creaciones, del manejo magistral del lenguaje y los recursos asimilados tanto de la poesía tradicional como de la moderna. Valen como ejemplo algunas canciones en diversas lenguas: Construçao (Chico Buarque), Bridge over troubled waters (Simon), Ojalá (Rodríguez), en las que sus creadores demuestran un absoluto dominio de la composición poética clásica y contemporánea en portugués, en inglés o en español. Lo mismo puede decirse de las canciones de Llach, quien solo compone y escribe en catalán.

Añadamos un par de elementos más que ciertamente apoyan la tesis de que las letras de sus canciones están asociadas a la poesía sin adjetivos. Por un lado, la poesía tradicional popular, cuyos orígenes se remontan por lo menos a la Baja Edad Media, por mucho tiempo ligada a formas musicales, de la poesía trovadoresca o el romancero español al corrido mexicano. Por otra parte, el fenómeno inverso, es decir que los cantores populares, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, convirtieron en canciones la poesía de grandes autores canónicos. Es el caso de los poemas de Martí musicalizados por Milanés y Rodríguez o los poemas de Antonio Machado y Miguel Hernández convertidos en inolvidables canciones por Serrat. Incluso, es importante añadir los trabajos en colaboración entre grandes poetas vivos y cantautores, por ejemplo: Mario Benedetti (con Alberto Favero y con el propio Serrat) y Miquel Martí i Pol (poeta catalán que escribió para Lluís Llach).

Es muy probable que el origen moderno del fenómeno de la canción popular claramente poética se haya dado hacia los años cincuenta del pasado siglo, específicamente en la cultura francesa. Cantautores como Leo Ferré, Charles Brasssens, Jacques Brel, Georges Moustakis, Boris Vian, entre otros, elevaron el nivel literario de la canción hasta situarlo, sin menoscabo de su carácter popular, en la cima de la llamada “alta cultura”. En el ámbito de las lenguas española y catalana, esta corriente se asimiló a diferentes formas de rebeldía política con las que los cantores populares se identificaron o fueron identificados en su momento, desde la llamada “canción de protesta” hasta la “nueva trova cubana” o la nova cançó catalana, fenómenos emergentes durante las décadas de los sesenta y setenta. Un poco antes, la bossa nova brasileña había irrumpido con la fuerza de músicos y poetas como Antonio Carlos Jobim y Vinicius de Moraes. En México, a contrapelo de la llamada canción romántica, la influencia de españoles y cubanos germinó en el florecimiento de algo que muchos llamaron simplemente “trova” y otros “nueva canción”. Quién puede negar el valor poético de una canción como “Por ti”, de Óscar Chávez o la consistente poesía que hay en las letras de Marcial Alejandro, Alejandro Figlio o Fernando Delgadillo.

En mayo del 2022, Joan Manuel Serrat realizó por territorio mexicano la que llamó su gira de despedida de los escenarios, que no de la composición. Acudimos a Guadalajara para atestiguar este hecho simbólico; también lo hicimos para reeditar nuestra educación sentimental, reencontrarnos con los orígenes de tantas inquietudes literarias y artísticas que bullían en los jóvenes mexicanos desde finales de los años sesenta hasta los primeros cinco o seis de la década siguiente, cuando el que esto escribe cursó la primera juventud. Letras y música forman una unidad indisoluble, lo mismo si el texto original pertenece a Antonio Machado (el público suele referirse a “Cantares” como si el autor fuese solo Serrat) o si se trata de canciones-poema tan emblemáticas como “Mediterráneo”, “Señora”, “De cartón piedra” o “Aquellas pequeñas cosas”.

Claro que en su dilatada carrera como compositor-cantante (1965-2022), Serrat ha tenido altas y bajas, momentos cumbre (sus discos LP grabados entre 1970 y 1978, sobre todo); tiempos de silencio y recuperación creativa; tiempos de sequía de eso que algunos trasnochados todavía llaman “inspiración” (singularmente le aquejó entre los años 1980 y 1995); tiempos de resistencia ante el imparable avance de las nuevas formas de difusión digital; tiempos de reinventarse mediante memorables conciertos creados a dúo con Joaquín Sabina, o a través del estupendo espectáculo “El gusto es nuestro” (donde Serrat participó junto con Miguel Ríos, Víctor Manuel y Ana Belén), en fin: ¿pero qué artista no experimenta altibajos, tiempos duros en su relación con el público, con los poderes instituidos, con los medios, periodos de autocomplacencia, momentos en que la necesidad de contacto con las masas lo lleva a equivocar el camino? Sin embargo, llegado el tiempo de evaluar críticamente una carrera, se imponen los mejores por encima de los mediocres y del olvido. Y vaya que el olvido público es la manera quizá más demoledora que existe de juzgar a un artista, más allá del lugar que la historia del arte le otorgue.

En los tiempos que corren, regidos por la facilidad de acceso a la música en los dispositivos digitales, digamos que bajo la tiranía de Alexa, los aficionados a cierto tipo de canción popular de raigambre poética hemos perdido el contacto con los discos (antes los de acetato, luego los CD) como objetos de arte en sí mismos: aquellas carátulas diseñadas con ingenio y buen gusto en las que casi siempre se añadían las letras de las canciones impresas forman parte hoy de las manías coleccionistas de los que nos negamos a capitular ante la poderosa maquinaria de lo virtual y lo inmediato. Yo invito desde este espacio a reivindicar nuestra nostalgia a todos aquellos que en algún momento esperábamos la aparición de un nuevo disco de Serrat o de cualquiera otro de aquellos cantautores con curiosidad casi infantil, del mismo modo con que hoy en día mis nietos esperan el lanzamiento de la más reciente película del Universo Marvel. Quien tenga todavía en su poder los LP “Mediterráneo”, “Mi niñez”, “Para piel de manzana”, Per el meu amic” o “Ciudadanos”, sobre todo en su versión de acetato, creo que comprenderá de lo que hablo. Grandes canciones y grandes poemas, sin duda; porque la gran poesía se nutre de las pequeñas cosas y las grandes canciones también, como lo demuestran los versos ya clásicos de Serrat:

 

Son aquellas pequeñas cosas

que el viento arrastra allá o aquí,

que nos sonríen tristes y

nos hacen que

lloremos cuando nadie nos ve.