
“La fantasía es lo imposible hecho probable. La Ciencia Ficción es lo improbable hecho posible”.
Rod Serling
Muchos dirían que nuestro país no requiere géneros de cualquier índole narrativa porque su cotidiano basta y sobra en cuanto a eventos y circunstancias de insólita naturaleza. Después de todo, ¿quién necesita relatos sobre futuros distópicos cuando en nuestra patria se encarcela a inocentes y criminales salen libres, la impunidad de todos colores y tamaños es moneda corriente y la expansión cognitiva o fomento a la reflexión y el análisis se ven relegadas por las aguadas intelectualidades que nos oferta barato el Facebook o el Whatsapp cumpliendo lo que el profeta Cronenberg vaticinó como “Nueva Crane”? Pero el cine, este crisol epopéyico que arrebata mirada y oído a la vida para ofrendarlo a nuestros sentidos, muestra conciencia al filtrar todos aquellos pavores e incertidumbres que producen estos agobios dignos de Ray Bradbury en historias que ejercen un acto relativamente ácrata de la lógica y sus deprimentes ataduras para convidar de un acto rebelde y libertador a nosotros, su audiencia que comprende la importancia de este hecho aceptando su benevolencia y entregando nuestra percepción en congregación masiva a su luminoso lenguaje que comunica a 24 cuadros por segundo. Por ello, nuestra patria supo acomodar las propuestas que el séptimo arte nacional asimilaba, por sus asomos a la cinematografía foránea, a la cultura, aun si éstas escurrían de entre los dedos de la realidad y lo posible para presentar argumentos que ni siquiera se situaban en nuestro planeta. La ciencia ficción a la mexicana fue un proceso de exploración integral en el desarrollo de nuestro discurso fílmico, precisamente por su distanciamiento de la democrática y admitida cultura del charro cantor y andariego, pues el afloro del contraste de las aventuras campiranas y los dramas urbanos aprobados por la masa ante el atisbo a nuevos mundos y territorios fantásticos, era síntoma de una carencia palpable en la salud perceptual del público patrio: la capacidad de asombro. Y eso precisamente es por lo que aceptamos una versión más degradada y derivada del género como un paso más en la diversificación y democratización del discurso cinematográfico nacional, aun si éste lucía barato, exhibía escenarios de cartón y su ingenuidad temática era monumental, pues sin importar que se tratara de poca ciencia y mucha ficción, nada podía equiparar el gozo de ver a nuestros primeros aztecanautas surcar aquellas regiones donde ningún mexicano había llegado antes.
La época dorada de nuestra ‘ciencia ficción de petatiux’ surgió en la década de los 50’s y prolongada hasta mediados de los 60’s, era en la que el pasmo por los avances tecnológicos, las reflexiones especulativas a nuestras capacidades de desarrollo social y las nuevas posibilidades de la alquimia atómica dio entrada al género en la industria fílmica norteamericana, escaparate masivo para la inserción intelectual sobre invasores alienígenas, travesías estelares y errores científicos discrepantes a la forma de vida occidental -por ende, hostiles- Debido a que nuestra idiosincrasia propende a la mofa, la sátira o la parodia explícita, la ciencia ficción irremediablemente cayó en las garras de los cómicos de la época para abusar de la escasa formalidad narrativa que requiere el género y lo utilizaron como herramienta para explotar su propia guasonería, como ocurrió con “Los Platillos Voladores” (Julián Soler, 1956), donde Adalberto Martínez “Resortes” y Evangelina Elizondo deciden, por azares del destino, hacerse pasar por marcianos, lo que invariablemente les saldrá mal. Torpísima como su protagonista, la cinta pasó sin pena ni gloria, siendo recordada con mayor añoro “La Nave de los Monstruos” (Rogelio A. González, 1960), una jocosa extravagancia que debiera considerarse hazaña al conjuntar un notable reparto que incluye a Eulalio González “Piporro” como un regiomontano que es secuestrado por dos bellas venusinas (Ana Bertha Lepe y Lorena Velázquez) por órdenes de su Regente planetaria (ni mas ni menos que Consuelo Frank, a quien el cine de dos pesos no le era ajeno gracias a su relación con Juan Orol). Memorables son las criaturas que habitan el planeta Venus en este delirio cortesía de la febril imaginación de Julio Chávez y Juan Muñoz Ravelo. De pretensiones más serias, incluso si el término se laxa ante lo risible del resultado, fue “Gigantes Planetarios” (1966), obra del eterno churrero Alfredo B. Crevenna que narra el viaje emprendido por el científico Daniel Wolf (Guillermo Murray), su novia Silvia (Adriana Roel), la enigmática Mara (Jacquelline Fellay) y su amigo, convenientemente boxeador, Marcos (Rogelio Guerra) al planeta Rominia, lugar de la noche eterna. El intento de Crevenna por emular los trabajos de George Pal (“Destino: La Luna”, “Cuando Los Mundos Chocan”) no pueden considerarse loables al tratar de forzar los aspectos idiosincráticos mexicanos a un relato que no lo requiere, pero sí es posible admirar el temple de crear con tan bajos recursos algo que logra distinguirse en un marco sociocultural tan marcado, incluso si la cinta rebosa de espíritu naif y chocante. Por ello, otros trabajos inspirados en la literatura tuvieron mejor suerte tanto con la crítica como en el mercado internacional, demostrado en “Aventura al centro de la Tierra” (1965), donde una vez más Crevenna hace de la suyas poniendo a Kitty de Hoyos en peligros subterráneos y dejándola a merced de una amenaza mayor que los monstruos que ahí se encuentran: Javier Solís. Por su parte, el director Rafael Portillo se inspiró en Arthur Conan Doyle para presentar “La isla de los Dinosaurios” (1967), donde una expedición que rastrea los restos de la Atlántida termina topándose con un mundo prehistórico donde los dinosaurios (en realidad, lagartijas caracterizadas fotografiadas con lente macro) y los cavernícolas imperan. Tal vez de mayor respeto resulta “El hombre que logró ser invisible” (1958), filme estelarizado por Arturo de Córdova que cuenta con la misma trama que el texto de H. G. Wells sobre un enloquecido científico que encuentra la forma de trasparentar su cuerpo, lo que lo orilla a la demencia. Además de la exagerada interpretación de Córdova, lo mejor son los logrados efectos especiales, manejados con ingenio y convicción.
Las décadas subsecuentes abandonaron el género a favor de los melodramas tepiteños, albures, ficheras, narcos y cine experimental, surgiendo excepciones como “Historias violentas” (1985), interesante compilado que homenajea a Buñuel y que incluye en sus historias un relato sobre alienígenas, o esfuerzos oportunistas confeccionados a un público poco discriminador como “Keiko en Peligro” (René Cardona III, 1990) o “La noche de la Bestia” (1995), la cual posee una premisa irresistible: Mario Almada vs. algo así como un Depredador del Tercer Mundo.
La ciencia ficción sigue sin ser un género plenamente cultivado por los talentos nacionales, pero aquellas entelequias propulsadas por la exploración de una realidad ajena o alterna a la nuestra nos han legado en la memoria colectiva la suficiencia de sentirnos en la Luna, aun si jamás nos hemos acercado realmente a ella, aunque sea un momento de noble fantasía. Después de todo, ¿qué es el cine, sino un viaje hacia los límites de lo imposible, aunque sea en naves de cartón y monstruos de papel maché?
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