Por Daniel Amézquita

Todavía a principios del siglo pasado era común escuchar en las calles y en los pueblos los idiomas de nuestros antepasados, así como su mezcolanza con el español traído por conquistadores y evangelizadores de Europa. Esa era una lengua carcomida por la soledad y el trabajo arduo, similar a las pieles curtidas de los campesinos y trabajadores del campo.

Quienes en verdad escuchaban más allá de la precariedad y miseria que rondaba por el ambiente rural descubrían una lengua con la que estaba hecha la buena poesía, una lengua mundana y reflejo de una fuerza vital capaz de soportar inclemencias e injusticias, tragedias y brutalidades, para ello había que tener un talento nato y una sensibilidad fuera de lo común.

Me imagino a Juan Rulfo escuchando las historias del tío Celerino, cómo estimulaban su mente, las comparaciones que haría con sus propias vivencias en los pueblos del bajío mexicano. Esa era la épica nacional, repleta de cuentos del México profundo, sobre ladrones y revolucionarios que se confundían entre sí; sobre apariciones y seres de la mitología indígena escabulléndose entre la niebla y la sombra de los valles y cerros; leyendas de monedas de oro y desastres naturales, siempre igual de peligrosos. Por aquel entonces, cuenta Rulfo, andar los caminos desolados era de riesgo, así que acompañaba al tío Celerino, ateo por demás, cuya labor era la confirmación católica de niñas y niños de los pueblos y rancherías, cobraba por ello y después se bebía el salario. Entre una y otra cosa le dejó en la imaginación el sustrato de lo que serían, años después, las obras maestras de Rulfo: Pedro Páramo y El llano en llamas. Tanto fue su vínculo hacia aquel personaje que cuando dejó de escribir pretextó su muerte, y esto en sí es una metáfora: el silencio que sucede a la pérdida de la transmisión oral, vehículo rudimentario de la historia de los pueblos.

El lenguaje de Rulfo fue forjado en la sangre y los esqueletos de la antigüedad mexicana, por lo tanto está en nuestro consciente e imaginario colectivo, su método de observación lo llevó a surcar los paisajes como nadie, desde la escritura, la fotografía, el alpinismo y el amor, donde destacó como un orfebre que sobre lo que ya está hecho o dicho, coloca una piedra preciosa con sonido y reminiscencias universales.

Este 2017 es el año Juan Rulfo por la celebración de su centenario y ayer, 7 de enero, fue la conmemoración del 41º aniversario luctuoso, más allá de los debates y polémicas, de los homenajes y festejos, el legado de uno de los mejores escritores de la segunda mitad del siglo pasado se encuentra en nuestras manos, en sus libros siempre cercanos y siempre inabarcables, ésa es la mejor manera de honrar a un artesano de la escucha y del lenguaje, que supo trasmitir a través de lúgubres personajes y derruidos paisajes el terror de estar vivo y lo maravilloso de estar enamorado, cuya resonancia se sintió en los lugares más recónditos y alejados (en el Este de Europa se piensa que Pedro Páramo es una novela de vampiros y por Asia y Europa circula la idea de los zombis).

Quienes tenemos el privilegio de escuchar a un adulto mayor reconocemos en su forma de hablar la historia de nosotros mismos, aquella palabra antigua que nos pertenece ya. En una ocasión vi una entrevista a Juan Rulfo, advertí su voz hecha con hebras de otros muertos suyos, su figura frágil y retraída. Estaba escuchando a mi propio tío Celerino.