
El festejo del Día de Muertos, entre los indígenas tarascos, ya tiene algunas influencias de Europa; no obstante, quedan aún vestigios de nuestros grupos originarios. Cuando era niño en 1950, los amigos de la misma edad nos poníamos de acuerdo, el último día de octubre, para al día siguiente, el primero de noviembre, visitar las casas donde había fallecido un niño, un año antes, y esperar su ánima (alma) junto con sus familiares.
Don Silvano era la persona principal más respetada en mi pueblito que sabía rezar en tarasco. Cada familia que esperaba el Día de Muertos el ánima del pequeño hijo finado pedía, con anticipación, a Don Silvano para que fuera a su casa el primero de noviembre a rezarle a su hijo difunto. Don Silvano siempre acudía con gran solemnidad.
Para esa fecha especial, las familias que esperaban el ánima de su pequeño difunto se preparaban con abundante pan que mandaban hacer con la señora Lucina, quien era la única persona que sabía hacer pan en un horno de piedra y lodo. El pan tenía la forma de una paloma. Las personas que no tenían recursos para mandar hacer pan, cocían chayotes o chilacayotes (calabazas grandes) que cultivaban en sus terrenos. Arreglaban un cuartito de madera o de tejamanil con cempoalxóchitl y otras flores amarillas del campo; acomodaban velas de cera; ponían en un recipiente de barro incienso de copal, para aromatizar el ambiente, y varios platos de barro con comidas que más gustaban al finado; además, adornaban la puerta de entrada con cempoalxóchitl.
El primero de noviembre, minutos antes de las ocho de la mañana, los niños amontonados y cargando un morral esperábamos a Don Silvano que saliera de su casa para ir a rezar en las casas de los pequeños difuntos. Cuando Don Silvano salía, nos saludaba y nos pedía que lo acompañáramos. Todos los niños caminábamos por las calles polvorientas atrás de él y a una señal de Don Silvano coralmente gritábamos “¡Paaatooo!”; al poco rato otra vez “¡Paaatooo!” y así hasta que llegábamos a una casa donde Don Silvano iba a rezar. Todos pasábamos al patio de la casa, Don Silvano, con los familiares del finado, entraba al cuarto previamente arreglado para rezar por el ánima del pequeño difunto; todos los niños en el patio guardábamos silencio, rememorando la imagen de nuestro amiguito difunto. Al término del rezo, los familiares eran los primeros en salir del cuarto con canastas de pan y nos daban a cada niño una pieza de ese pan en forma de paloma, lo que nosotros agradecíamos y lo guardábamos en los morrales que cargábamos en nuestros hombros; al rezandero le enviaban una canasta de pan en su casa. Al finalizar el ritual religioso, Don Silvano salía y se dirigía a otra casa para cumplir con el compromiso de rezar en tarasco y nosotros atrás de él gritando en coro “¡Paaatooo!”, “¡Paaatooo!”, “¡Paaatooo!”; hasta terminar con las visitas de ese día. Ese grito coral era la señal de que Don Silvano y nosotros los niños, que lo acompañábamos, íbamos a rezar y presentarles nuestros respetos a las familias que nos esperaban en sus hogares para rezar por su hijo difunto. En las casas donde no había manera de mandar hacer pan, las familias nos daban chayotes cocidos o chilacayote; mismos que guardábamos en el morral, para posterior disfrute. Esta era la forma de recordar a los pequeños difuntos entre los indígenas tarascos cada primero de noviembre, tradición que se conserva hasta la fecha. Lo de “¡Paaatooo!” era la manera de anunciar la llegada de las almas de los niños muertos un año antes y esta expresión únicamente se usaba el Día de Muertos. El 2 de noviembre todo era y es en el panteón con familias enteras.