
Hago cuentas y serán ya cinco los años que no doy clase; cosa extraña si reparamos lo mucho que me gusta, no enseñar -no soy tan presuntuoso- sino aprender, que es lo que hago siempre que tengo que plantarme frente a una clase.
Un lustro sin dar clases, aunque de muchas maneras he seguido ligado a varias universidades.
Mientras camino frente a un amplio vestíbulo, donde grupos de jóvenes se reparten entre pequeños sillones acolchados, unos estudiando, otros charlando, comiendo, lanzando risotadas, alguno más, solitario, volcado sobre una tableta, y alguna más, en un rincón apartado inclinada sobre un libro.
Recuerdo este lugar desde hace mucho, con sus amplios espacios vacíos, sus escasas aulas, salpicadas aquí y allá; ya en los primeros años ochentas, aquí llegué una tarde a mi primera clase como alumno; más tarde, pocos años después, no muchos, venía de tarde en tarde a buscar a una novia: una de tanto pasado que apenas recuerdo su rostro, juvenil entonces.
Hoy esto está lleno de nuevos edificios: la esbelta (y no necesariamente ejemplar) rectoría, la Sala Polivalente, la Infoteca ‘Pérez Romo’, donde antes fue la rectoría; la grave biblioteca, el viejo auditorio donde antes veníamos al cine, y en donde una vez peroré a gusto sobre lo que pensaba que era el proceso creativo.
Luego, golpe de memoria y por ello de imaginación, los jardines de la universidad en Guadalajara donde estudié mi licenciatura, los ruinosos salones de la Universidad de la Plata, el pesado y sereno edificio del Campus Oriente de la Universidad Católica de Chile…
Especial cariño le tengo al ‘edificio central’ de la Universitat de Barcelona, con su oscuro vestíbulo donde uno pasea bajo la mirada serena de Lluís Vives, de Averroes, de Lulio, con su patio de naranjos, donde la facultad de Filología, y el nuevo edificio adosado, el de Aribau, donde tomaba el grueso de mis clases.
En fin que hoy por la mañana volví, luego de cinco años al Campus Central, así le dicen hoy que ya existe un segundo al sur, de la UAA, donde acudí a la presentación del nuevo libro de mi apreciado y admirado Andrés Reyes.
Caí en cuenta de que ahora estaba, tras mi paseo entre jóvenes, en el espacio donde antes fue la rectoría (donde hace muchos, muchos años, una mañana fui a entrevistarme con…, con un viejo rector ya extinto), y hoy dedicado al doctor Pérez Romo, quien las tardes de jueves era mi vecino de aula, en el Edificio Polivalente, donde él impartía (con música barroca de fondo) sus clases y yo las mías.
Tuve que marcharme pronto -por una cita previamente acordada-, mientras que, luego de las palabras de Socorro Ramírez, hablaba con parsimonia Noé García (y, desafortunadamente, antes de que Andrés hablara de su libro), de tal manera que regresé a mi auto, siempre aspirando ese aroma de futuro que allí se respira, y ejercitándome en ese tristón y dulce ejercicio de la nostalgia.
Casualmente, que es una manera de decirlo, más tarde tuve que ir a la Universidad Cuauhtémoc, donde tenía asuntos privados que atender, unos que me ocupan de vez en vez desde hace tres meses.
Mientras un grupo de jovencitas ganaban la entrada, entre risotadas, yo me acerqué a un café donde suelo pedir un buen expresso (antes de eso en la UAA también me apersoné a una cafetería por mi infaltable café, en una pequeña cafetería que prometía, y cumplió, venganza contra “cada mal café que te han servido”), mientras que desde el enorme gimnasio-auditorio me llegaba el eco de gritos de los que animaban algún partido de baloncesto.
Me gustan estos lugares por lo que tienen de ese aroma a mañana, porque en sus jardines duermen, bajo las copas de árboles alados, los sueños leves de futuro de los que allí nos recuerdan esos años que fueron los de nuestra juventud, porque en sus pasillos, con rostros imberbes y cabelleras enmarañadas, pasean anhelos de toda catadura.
Unos se cumplirán, otros no, porque todo lo que allí va y viene es puro azar: una incertidumbre tan grave como despreocupada, mientras que detrás de los cristales de las aulas, en penumbras en esa hora, varias miradas reparan en mi figura que pasa y debe indicar, mi andar cansino, lo que ya fue: como si yo fuera, pese a mi pesadez, un ligero fantasma que se desliza ligero y ya no proyecta más sombra que la del pasado.
¡Shalom!
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