Luis Muñoz Fernández

Antes de adentrarnos en el tema, dejemos claro que los resultados de la investigación científica nunca se consideran verdades absolutas ni adquieren el carácter de dogma en el sentido que señala el diccionario: “Proposición tenida por cierta y como principio innegable” o “Conjunto de creencias de carácter indiscutible y obligado para los seguidores de cualquier religión”. Todo lo contrario, en ciencia, todo resultado está sujeto a escrutinio permanente y su aceptación dependerá de que estudios posteriores lo confirmen o lo descarten. También es cierto que a veces este principio, que podríamos llamar “relatividad de la verdad científica”, se olvida y se incurre en una especie de dogmatismo científico.

Desde hace mucho sabemos que existen quienes, pese a que las evidencias científicas están razonable o sólidamente demostradas, se niegan a aceptarlas. Son negacionistas contumaces. Dada la forma en que la ciencia como fuente confiable sobre la realidad se ha ido imponiendo en Occidente, los negacionistas representaban en el pasado grupos marginales con un impacto relativamente pequeño en el conjunto de la sociedad.

Sin embargo, esto ya no es así. Lo constatamos en la pasada pandemia de COVID-19. Desde su inicio y gracias a las redes sociales, se divulgaron ampliamente y con rapidez numerosas ideas y personajes que convencieron a millones de personas de que lo expresado por las instituciones y autoridades sanitarias era esencialmente falso, ofreciendo hipótesis alternas y remedios milagrosos sin ningún sustento científico.

En México, aficionados como somos a rizar el rizo, tuvimos y tenemos funcionarios gubernamentales, incluso en el Sistema Nacional de Salud, convertidos en paladines del negacionismo científico. Desde luego que el fenómeno no se mantuvo de fronteras para adentro, sino que tuvo a uno de sus máximos exponentes ni más ni menos que al anterior presidente de los Estados Unidos. La diferencia es que allí recibió el mentís un día sí y el otro también de un científico experto y funcionario gubernamental de prestigio mundial. Nosotros no tuvimos tanta suerte.

Lee McIntyre, investigador del Centro de Filosofía e Historia de la Ciencia de la Universidad de Boston y profesor de Ética en la Universidad de Harvard, ha estudiado el fenómeno desde hace más de 15 años. Fruto de ello son los tres libros que ha publicado hasta la fecha, titulados Posverdad (2018), La actitud científica (2020), y Cómo hablarle a un negacionista de la ciencia (2021). En este último podemos leer lo siguiente:

“Desde hace bastantes años está bastante claro –por lo menos en los Estados Unidos– que la verdad está bajo asedio. Nuestros conciudadanos parecen no tener en cuenta ya los hechos. Los sentimientos se imponen a los argumentos racionales y la ideología se encuentra en ascenso”. Respecto a qué debe hacerse ante este problema, McIntyre señala que lo peor es no hacer nada y que un estudio publicado en Nature Human Behaviour “proporciona los primeros datos empíricos de que es posible contrarrestar a los negacionistas de la ciencia, ya que si la desinformación no se contraataca se vuelve infecciosa”. Es justamente lo que hemos constatado desde la pandemia.

¿Qué hacer entonces? Lo primero es saber que no hace falta ser científico para contrarrestar la desinformación, que cualquiera de nosotros puede hacerlo. El historiador de la ciencia Michael Shermer nos recomienda seguir la siguiente estrategia: “1) Mantener las emociones al margen del intercambio, 2) discutir, no atacar, 3) escuchar cuidadosamente y tratar de comprender la posición del otro adecuadamente, 4) mostrar respeto, 5) reconocer que se comprende por qué la otra persona ha llegado a pensar así, 6) intentar demostrar cómo que cambien los hechos no significa necesariamente que cambie la visión del mundo”. También importa mucho ganarse la confianza del negacionista.

Como la quimioterapia, la ciencia no es siempre eficaz, pero es lo mejor que tenemos para descifrar la realidad.

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