
Moshé Leher
Por si estaban con el pendiente (yo sí estaba), escribo esto en mi ordenador, donde, después de tres meses, tengo acceso a Internet.
Tres meses viviendo a medio centenar de metros de las líneas de la telefónica, pero en la prehistoria.
Faltaría espacio y tiempo para narrar sobre las horas hablando con personal de atención de la empresa: la mayoría amables, alguna mujer con muy mala leche, un escéptico (pensaba que mi servicio iba genial y que yo tenía por pasatiempo perder las horas hablando a su call center), un par de personas que hablaban en una lengua distinta a la mía (seguro lo mío es el sánscrito arcaico: ya vuelvo sobre eso); como en la Comedia Humana, hay de todo en esa viña de Yahvé.
Luego los técnicos que visitaban asiduamente mi casa: los desdeñosos, los pesimistas homéricos, los nihilistas… Un desfile de ejemplares variopintos que, a pesar de pertenecer a escuelas de pensamiento distintas, acababan emitiendo un imperativo categórico: su caso no tiene remedio.
Finalmente, llegaron dos jóvenes hace unos tres días que, cuando yo daba todo por perdido, me dijeron: se lo arreglamos, porque se lo arreglamos. Y lo arreglaron: se tardaron un par de días, pero ayer que volvía de la radio, me los encontré recogiendo herramientas y cables, y me dijeron: ya está, su servicio funciona perfectamente. Y efectivamente, aquí estoy reintegrado a la civilización humana.
Para que vean de cuándo me viene el problema, tengo allí una libreta (soy un obsesivo en esto de los registros), llena de fechas y de folios de los sucesivos –y fallidos– reportes. El más antiguo de ellos es del 10 de noviembre pasado, a las 3.00 pasado meridiano: hace casi 5 meses.
Cuando se iban y les pregunté por qué ellos habían podido lo que la legión de sus compañeros antecesores no, me dijeron: porque todos son una bola de haraganes.
Paso a otra cosa.
Mucho lamenté la muerte de Antonio de Loera, el eterno instructor de frontenis de mi club: A mí me dio clases hace más de 50 años: que no aprendiera tenía que ver con mi incompetencia, no con sus habilidades como frontenista (en sus años fue de nivel mundial) o como pedagogo: enseñó a jugar a chavales que luego lograron muchos triunfos.
Le decíamos ‘la Troca’; a su hermano Ángel (que se retiró de esto hace décadas), ‘la Troquita’, y ambos eran diestros jugadores, buenos y pacientes instructores, y mejores personas: gente decente –que es mucho decir en estos tiempos.
Le picó una araña, batalló lo suyo; perdió en el trayecto un brazo, aunque se decía que parecía estar salvado, pero finalmente falleció por efecto de los daños del veneno del bicho. Una de esas historias muy lamentables y trágicas, en cuanto a que siempre queda la sensación de que hablamos de una de esas muertes absurdas y evitables. Descanse en paz.
Vuelvo al sánscrito de antes, a propósito de algunos comentarios que por allí leí sobre mi artículo anterior, que según entiendo, escribí en una lengua arcaica y muerta (o en un lenguaje tan críptico, ilegible), o fue leído por personas que en definitiva entendieron las cosas al revés, según se desprende de los dos tipos de comentarios recogidos: los de los que me llamaban clasista, o los que me acusaban, por el contrario, de callar ante alguna tropelía oficial.
Diré lo que dijo Valery de sus obras: que significan lo que a cada quien se le venga en gana.
Yo solo diré que dejé claro, o no, visto lo visto, que cada cual va a los espectáculos que su peregrina voluntad les dicte; también que se trataba de establecer que tales espectáculos no son tan gratuitos como pensamos: los paga el dinero público y en ellos hacen negocios (fabulosos, entiendo) unos pocos; también, y termino, que de lo que ya no quise hablar fue de las zonas para ricos, los accesos exclusivos, el tráfico de boletos y otros asuntos que no se ventilan. Si esto es ser clasista, pues me acabo de enterar. Si esto es callar ante los privilegios de los de turno, pues que se enteren ellos, que suelen verme con desprecio cuando por allí me los encuentro.
¡Shalom!
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