El año 2020 fue bisiesto. Lo recuerdo por muchas cosas, como por ejemplo aquella boda a la que fui en Mazatlán, que se celebró el 29 de febrero, justo el día que los diarios anunciaban el primer caso documentado de COVID, precisamente en Culiacán, sin que nos imagináramos lo que se venía con la dichosa –y al parecer olvidada– pandemia.

Justo en el vuelo que tomamos, mi hijo, mi exmujer y yo, a México, para luego volar a Mazatlán, iba uno que más tarde volaría a España, de donde unas semanas después regresó con el bicho dentro.

Antes de eso, en enero, pudimos pasar un par de semanas en Vancouver, sin imaginarnos, ninguno, lo que traería ese año horribilísimo.

Llegó la pandemia y con ella muchos otros males.

Luego pasó lo de junio y tras eso llegó el 30 de septiembre. Anteayer ya son tres años de eso.

Fue un miércoles, lo recuerdo bien.

Fue mi último día de trabajo y a media tarde dejé la oficina ya vacía de mis efectos personales, que había comenzado a retirar desde semanas antes: mis cuadros, mis libros, las fotos que colgaban de un tablero; antes había enviado a casa un librero de mi propiedad, el pequeño horno de microondas, una pequeña nevera, la cafetera…

Muchas cosas pasaron allí, en ese edificio donde comencé a trabajar en el ya muy lejano marzo de 1982, 38 años antes. Salí de allí con una extraña mezcla de nostalgia, alivio y preocupación, aunque había asuntos mucho más capitales que me ocupaban. Por un lado, la enfermedad de Quique lo estaba consumiendo, mientras que en casa se preparaba la partida de mi hijo quien, yo lo sabía, dejaba la casa paterna, la ciudad y el país, seguramente para siempre.

Estaban, por supuesto, las preocupaciones económicas: ¿de qué diablos iba yo a vivir en el futuro? Quedarse sin trabajo a los 56 años no es asunto menor.

Una semana después fallecía Quique, lo que fue un asunto tan desgarrador como indignante. Unos padres no deberían jamás sepultar a su hijo. El resto lo hicieron los que tan difícil le pusieron las cosas en la vida y allí se dejaban ver como si fueran dolientes más en la incomprensible despedida. Las cosas que aprende uno de la condición y las miserias humanas en tales circunstancias.

Mi hijo marchó a buscarse su futuro y allí sigue, dedicado, grave como es, empeñado y esforzado, cosechando logros y soñando un futuro que le debe ser radiante.

Luego, así como sin darme cuenta, se pasaron tres años.

Un tiempo me dediqué a grabar, otro a pintar; meses después comencé este ejercicio para no perder la práctica y la costumbre de extraer unas líneas; en ese tiempo fracasó un negocio que, junto a un grupo de socios, abrimos en Querétaro; un puesto prometido no me fue entregado; se me frustraron algunos planes… Hice unos meses radio, algo conseguí en un proyecto que también tuve que dejar hace meses; por ahora sigo con el programa de televisión.

Han sido años de altibajos, como los tiene todo mundo, aunque si hay personas y circunstancias que echo de menos, básicamente a mi hijo y a mi sobrino.

Como sea, cuando hace unos días reparé en la fecha, dije que no la pasaría entre lamentos de lo perdido, y que algo habría de tener de positivo el curso de las cosas, que lo es de mi vida.

Por lo pronto, lo decía, lo que aprende uno en los momentos de desgracia de la naturaleza humana; para empezar separa uno el trigo de la paja: los amigos y afectos de la persona, que no son los mismos que traen, o parecen traer, los puestos y los cargos; lo mejor es que apenas me entero del lodazal de la política, en cuyo miasma tuve que transitar –conteniendo la respiración– por tantos años.

Lo mejor de todo, como sea, es que en tres años no me he muerto de hambre, que ya es ganancia, a la espera de no hacerlo el siguiente año, que es lo que me falta para por fin tener una jubilación, para lo cual tengo la esperanza de que mis nuevos empleadores españoles me sigan dando trabajo los siguientes meses.

Por cierto, y hasta la tarde del viernes, los judíos celebramos el Sucot, la ‘fiesta de las cabañas’, donde se agradece a Yahvé para que las cosas vayan bien el año que justo va iniciando.

¡ChagSukkotSameach!

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