Moshé Leher
Y ambas son una especie de cámara frigorífica.
Esta es una charla común, matutina, cuando me encuentro a alguien: sonrosado, con la nariz roja, los ojos ateridos…
–Es que mi casa, que es la tuya, es como una nevera.
–Igual que la mía, que es la tuya; igual que todas por aquí.
Leo que con diseño alemán, en España (donde ya existe, hace muchos años, un reglamento de construcción para que las viviendas se construyan con aislamiento térmico), se construyen nuevas casas que, aisladas y con novísimos sistemas, se mantienen frescas en verano y templadas en invierno, sin tener que gastar una fortuna ni en gas, ni en electricidad, para mantenerlas habitables.
Por cierto que un conocido mío, alemán él, me cuenta que en su casa, aquí, se ha instalado un sistema de circulación de agua caliente -calentada con celdas solares-, que circula, gracias a un sistema de bombeo relativamente sencillo y barato, debajo de los pisos y mantiene la casa con una temperatura agradable y habitable en los meses de frío.
–Hasta podemos andar descalzos dentro de casa- me presume, con acento germano.
Yo, que cuando me cuenta esto le tengo una envidia casi insana, pienso en un constructor que está a punto de edificar un lote de casas, cuyo diseño, orientación y materiales auguran que serán hornos panaderos en abril y mayo y heladeras durante el invierno, y que conversa con su contratista:
–Pero este material no es aislante, y con esos ventanales, y esa orientación…
–Pues que se vayan a vivir a Cuernavaca– responde.
Aquí entra mi idea de lo que yo haría si fuera rico.
Aquí aclaro que yo, como dijo la Fran Lebowitz, desprecio el dinero, pero me gustan las cosas que se pueden comprar con él -por no hablar de mi incapacidad para ganarlo.
En fin, si yo tuviera haberes y posibles, como se dice, me conformaría con: no morirme de hambre, en primer lugar, y con tener una casa fresca para el verano y una en un lugar más bien templado para el invierno; y poca cosa más.
Pensaría, por decir algo, que en otros tiempos menos violentos, viviría en Malinalco o Valle de Bravo en verano, y en Cuernavaca o en la Riviera Maya, en invierno; pero estamos hablando de lugares peligrosos, así que ya puestos a soñar, que no me cuesta nada -¡faltaría más!-, mejor en otro país: Oviedo para el verano, por hablar de un lugar fresquito, y Vinarós o Calpe, o alguno de esos pueblitos de playa valencianos, donde tan bien se debe estar en invierno… Pero ya puestos a delirar, me conformo con Barbados.
Pensarán que exagero, pero hace muchos años que cuando veo que se acortan los días y mi casa termina por quedar helada, aunque en el exterior tengamos 25 grados, me pregunto si el invierno que viene lo voy a sobrevivir, o voy a quedar tieso como un canario al que la dueña ha olvidado en su jaula, a la intemperie; cuando veo que los días comienzan a alargarse y la casa se va templando poco a poco, agradezco no haber quedado frito (o más bien congelado), y espero que el año en curso -esto suele pasar por allí de fines de enero, con el Super Bowl a la vista-, me traiga la prosperidad, que nomás no llega, para que por allí de septiembre pueda hacer las maletas, largarme de casa y, tras pasar cuatro, cinco, deliciosos meses en un lugar vivible, regresar… O mejor ya no regresar nunca y mudarme a Llanes, en Asturias, a hartarme de fabadas y sidra natural.
Lo dicho: soñar no cuesta nada, que si costara, dijo en ínclito poeta germán valdés: no me lo tomara (sic).
¡Shalom y después gloria!
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