Carlos Reyes Sahagún

14 de febrero, domingo, 4.30 hrs. A esta hora infame, solitaria y oscura, hay en la urbe diversos niveles de actividad. En las llamadas zonas residenciales todo está en calma, como cuando Dios reflexionaba a propósito de la forma que le daría al Universo; así, más o menos, las calles desiertas, las casas apagadas, el silencio trepándose por los muros, coqueteándole a las estrellas.

Pero la ciudad se anima un poco en las avenidas. En Convención poniente, por ejemplo, está el lechón de Rudy, al sur de Aquiles Elorduy, que está abierto y con clientela, las mesas en la banqueta, papeles en el suelo, y para proteger a los parroquianos de la baja temperatura invernal, unas paredes de plástico que en algo impiden el paso del frío. Este y otros negocios de comida están abiertos, la mayoría con alguna clientela. Son islas de luz y movimiento, en el contexto de la ciudad ensimismada, recogida, limpia; ciudad que hiberna, apenas con unos cuantos signos de vida a la vista, como cuando observa uno a alguien dormir, que sólo se advierte en movimiento acompasado de la respiración.

Adelante, a la altura del fraccionamiento España (voy hacia Jardines de la Asunción), me llama la atención un negocio de muñecos de peluche, osos, perros. Se ven tan… graciosos.

Pensándolo bien, estas avenidas, Universidad, Convención, desiertas a esta hora, son una invitación para hundir el pie en el acelerador. Lástima que se incremente el grado de riesgo; así que mejor no. Pero independientemente de lo anterior, esta soledad nocturna me permite ir de la UAA a la Central Camionera en unos ocho minutos, algo imposible al medio día y con el Sol encima. A esta hora circulan apenas unos cuantos vehículos, la mayoría taxis. ¿A dónde se dirigen; a dónde van? Son como cazadores, a la búsqueda de clientes.

De la oscuridad urbana; de la soledad, emergen la Central Camionera y su zona aledaña, animada por la terminal de autobuses. Entonces caigo en la cuenta de que ahora se llama Central de autobuses. Seguramente este nuevo nombre, más moderno y cosmopolita, le fue cambiado cuando sufrió una remodelación integral, porque antes era la Central Camionera, un título un tanto pueblerino.

Es esta una de las pocas instalaciones vivas a esta hora de la madrugada. Desde la avenida observo personas que están sentadas, o que deambulan por los andadores, o que están en los mostradores, y enfrente los negocios de antojitos. En una esquina está un puesto callejero, aunque bien montado; bien iluminado. Es la Lonchería El andariego y ante la barra dos hombres. En verdad debe estar rico lo que venden, lo suficiente como para estar a la intemperie en esta madrugada invernal.

Están también las cenadurías, Los reyes del taco, Central de tacos, etc., en unos las sillas montadas sobre las mesas, como asustadas por la presencia de algún ratón, los empleados afanándose con escobas y trapeadores, la tarima en la banqueta, sobre las que un joven echa cubetazos de agua, las parrillas en proceso de enfriamiento. Otro más: “tacos y gringas”, tan solo como sola está la ciudad.

De regreso a casa, cumplido el encargo que me desmañanó, observo a dos muchachas jóvenes recargadas en la oscuridad, en la acera sur de Avenida de la Convención, cerca de Avenida Las Américas, y a otra más en esta esquina, en donde debo detenerme ante la luz roja. Veo a estas muchachas y nuevamente recuerdo a Ramón López Velarde, un fragmento de su inagotable y siempre aleccionadora Suave Patria: “Sobre tu capital, cada hora vuela/ojerosa y pintada, en carretela;/y en tu provincia, del reloj en vela,/que rondan los palomos colipavos,/las campanadas caen como centavos”.

Pero esto es poesía. Fuera está la vida, una muchacha que el frío intenta poseer. A la distancia observo que viste pantalón de mezclilla y chamarra. Es esbelta y de la parte trasera de su cabeza brota la cascada de su pelo. ¿Qué hace a esta hora aquí, tan sola como la una; como la Luna? ¿Espera un taxi; espera a alguien? La mujer voltea, me mira, y atraviesa la avenida, para detenerse en la esquina contraria. ¿Qué hace una joven de unos veintitantos años, sola, a esta hora, aquí? Ojalá y me equivocara sobre lo que imagino.

En una calle secundaria, cerca de casa me topo con un contenedor de basura que es asaltado por un gato. Sube a la lámina y antes de sumergirse en la inmundicia voltea hacia la luz de mi automóvil. Entonces sus ojos se convierten en dos luces muy brillantes en la oscuridad; palpitantes. ¿Qué pasará en su cerebro en este momento?; ¿qué clase de reacciones químico físicas ocurren para procesar este bulto de fierros y plásticos, ruidos y luces que es mi vehículo? No lo sé, y supongo que ella –o él– tampoco. Me observa un instante, su expresión helada, como la de un jefe de personal que entrega a un empleado el aviso de despido, y pronto se pierde en el contendor. Doy una vuelta y veo a la distancia, debajo de un vehículo, a otro felino, que en esta madrugada invernal busca el calor del automotor. Es un gato de apariencia fina; un animal cuyo pelaje muestra diversos tonos de café claro, la cabeza más oscura.

Regreso a casa, sano y salvo, y mientras intento dormir un rato más, rememoro la experiencia. De veras qué distinta es la ciudad en la madrugada, con una soledad y una oscuridad que llaman a la compasión, como si la mayoría la hubiera abandonado; la hubiéramos dejado atrás en una loca huida, la casi totalidad de los edificios con las luces apagadas, vacíos. De todas las imágenes que ocupan mi mente, una destaca por su naturaleza asombrosa; inusual. En uno de estos negocios cercanos a la Central de Autobuses observo dos televisiones encendidas en algún canal musical y un par de mesas que han sido unidas, y que están ocupadas por unos ocho comensales que seguramente acaban de salir de una fiesta, puesto que están todos vestidos de etiqueta, ellas de coctel y ellos de traje, todos muy elegantes.

Pero, ¿era cena o desayuno? Así como acostumbramos decir que los lunes ni las gallinas ponen; así se puede decir de esta hora, en que las manecillas del reloj se encaminan a duras penas hacia las cinco de la madrugada; ambas aflojeradas, porque señora, señor: a esta hora ni los repartidores de leche y pan han salido a las calles; ni los sufridos hombres de las tiendas de la esquina han levantado las cortinas para recibir a los anteriores y al de las tortillas.

Francamente me parece que es demasiado tarde para cenar, y demasiado temprano para desayunar, es decir, se trata de una hora ubicada en medio de la nada. (Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a carlos.cronista.aguascalientes@gmail.com)