Otto Granados Roldán

Por lo menos desde que Plutarco Elías Calles quiso inaugurar, en 1934, lo que llamó “el periodo revolucionario psicológico” y pidió apoderarse “de las conciencias de la niñez y de la juventud” para arrancarlas de “las garras de la clerecía y los conservadores”, todos los gobiernos han pretendido usar la educación pública para dejar sus confusiones o su esquizofrenia en esa zona tan extraña como etérea que es el alma de los niños, y para adentrarse, por ese camino, en esa zona oscura que algunos denominan inmortalidad.

Distintas fuentes recuerdan que en otros países y épocas ha sucedido lo mismo. Por ejemplo, durante las primeras dos décadas del franquismo (1939-59) los textos escolares decretaban que “España es de abundante riqueza porque así lo quiso Dios…España, tu patria, está dotada por la naturaleza de todo lo que se requiere para ser una nación grande y libre”. En la Argentina de Perón, una ley de 1952 hizo obligatoria la lectura de La razón de mi vida, una autobiografía de Evita, la “jefa espiritual de la Nación”, en todas las escuelas “de enseñanza primaria, secundaria, normal, especial, técnica y superior”. En Chile, durante Pinochet y aún con gobiernos del centro-derecha, las autoridades educativas hicieron un maquillaje semántico para calificar ese período como “régimen militar” y no como lo que fue: una dictadura, y la junta militar introdujo clichés como la “defensa de la patria” o el “salvataje nacional” para explicar el golpe de 1973. Y la Rusia de Putin introdujo hace una década en el currículum un apartado llamado “historia positiva” que parece más bien, dicen algunos, un proceso de reeducación; Aleksandr Filippov, autor de un nuevo libro escolar aprobado oficialmente, en el que dedica 83 páginas a los planes de industrialización de Stalin pero sólo un párrafo a la Gran Hambruna de 1932-1933, lo argumentó de la siguiente manera: “Es una equivocación escribir un libro de texto en el que los niños aprendan horror y asco sobre su pasado y su pueblo”.

La realidad, sin embargo, superó la ficción de esos libros escolares: hoy, solo el 22% de los españoles piensa que la religión es importante; Evita es apenas un símbolo kitsch de un pasado esplendoroso que nunca existió; Pinochet terminó frente a la historia como un militar asesino, ladrón, golpista y traidor, y la colectivización de Stalin dejó unos once millones de muertos. Como puede advertirse, experimentos y ejemplos sobran y en todas las direcciones imaginables.

Por tanto, en las poco más de seis décadas que México lleva de contar con libros de texto gratuitos (LTG) no ha habido una sola ocasión en que su motivación, concepto, redacción y producción haya estado libre de polémica, en especial con los textos de historia, civismo y educación sexual. Ahora, la discusión no ha sido muy distinta pero el contexto educativo, informativo, tecnológico y del conocimiento es otro. Veamos.

Es una casi regla general que cada vez que hay nuevas ediciones de los LTG en México, hay conflictos. Así pasó, por ejemplo, en la reforma de 1972 cuando fueron escritos por numerosos equipos de pedagogos, especialistas y maestros, y algunas organizaciones de padres de familia reaccionaron contra ellos diciendo que eran antijurídicos, porque iban en contra del “derecho natural” de los padres a elegir la educación de sus hijos; antidemocráticos, porque establecían una “verdad oficial y única”, y antipedagógicos porque reducían al maestro a mero repetidor de sus contenidos.

Hubo otro momento, en torno a 1975, en que se cuestionaron unas fotos muy vistosas de Lenin, Castro y el Che Guevara y se sustituyeron por otras ilustraciones más discretas en el libro de sexto año. O la tormenta de 1993 por el nuevo libro de historia que por poco le cuesta el puesto a Ernesto Zedillo, entonces secretario de Educación, por el tratamiento aparentemente “impreciso” -o más bien realista- que se dio al episodio de los Niños Héroes, y sobre todo por el del papel del ejército en la matanza del 2 de octubre del 68, que provocó reclamos de las fuerzas armadas porque, a su juicio, no dejaba claro que habían actuado por indicaciones de la autoridad civil. De hecho, cuando Salinas de Gortari designa a Zedillo como candidato presidencial de reemplazo lo primero que le indica es que vaya a ver al secretario de la Defensa Nacional para limar cualquier aspereza que hubiera quedado. El propio Salinas ha relatado, además, que algunos ex presidentes se quejaron por el enfoque de sus respectivos gobiernos en ese texto, y uno de ellos le deslizó, de manera enigmática: “es el horror de la hipótesis política de Orwell, que ojalá no le toque vivir a usted”. El libro, por cierto, fue matizado, o, mejor dicho: corregido.

En suma, en el código genético de los LTG siempre ha estado la polémica, como si fuera su segunda naturaleza, lo que no es ninguna novedad: se corresponde bien con los prejuicios y los traumas escondidos o no resueltos, casi psicoanalíticos, de los mexicanos con la historia nacional. Quizá lo llamativo es que, fuera de los círculos de algunos comentaristas, especialistas y académicos, la discusión parecía relativamente menos candente que en el pasado. Hasta que estalló el nuevo conflicto.

Para efectos sustantivos -es decir, los fines de la educación-, habría que plantearse la cuestión desde otro ángulo: los LTG ¿siguen siendo un vehículo relevante de adquisición y transmisión de información, aprendizaje y conocimiento como supuestamente fue en otras décadas? Pongamos las cosas en perspectiva: el mundo del siglo XXI es muy distinto al de los años fundacionales de este insumo escolar y en varios aspectos. El primero, desde luego, es la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación. La mayoría de los niños que ingresan este año a la primaria ya son nativos digitales; podrán encontrar en el buscador de Google, por ejemplo, 108 millones de resultados a la entrada “Miguel Hidalgo” o 73 millones a la de “Benito Juárez”, y van a contrastar numerosas versiones, visiones e interpretaciones acerca de estos personajes, de su tiempo y de las circunstancias históricas, que pueden o no coincidir con lo que traen los LTG. En cambio, el actual libro de historia de 4º de primaria trae solamente 3 páginas sobre el papel de Hidalgo en la Independencia. Nada que ver una cosa y la otra.  Dicho de otra forma: “interpretar el pasado -dice E.H. Carr-, que es de lo que trata la historia, no es lo mismo que inventar el pasado”.

Hay desde luego otros cambios que anticipan que los libros de texto parecen ir en desuso y que su efectividad en los logros de aprendizaje es cada vez más relativa, pero de ello hablaremos mañana en este espacio.