
Que se joroben los biógrafos, para escribirlo mal y pronto.
Ya hace mucho comenté que mi colección, la única que tengo, es de papeles: viejos recibos, facturas, contratos, borradores, manuscritos, folletos, programas de mano, cuentas de hoteles remotos, fotografías, recortes de diarios, tarjetas de visita, acreditaciones, catálogos… Cualquier papel que me dice algo; cualquier cosa que, pensaba, podría servirme para después: fichas con resúmenes de libros de Teum Van Dijk, el recibo del taxi que me llevó, hace treinta años, del Charles de Gaulle al hotelito del Bolulevard Davonte, en el Distrito XX.
De vez en vez, en un pronto, me abro una caja, me siento junto a una enorme bolsa de basura, enciendo la trituradora de papel y me pongo a escarbar; a escarbar con un palo largo, guantes de latex y un insecticida a mano, porque en esas cajas de pandora abundan las sorpresas, las peores las arañas.
Finalmente quedan, quedaban, tres cajas de archivo, y tres grandes canastas de paja, éstas llenas de revistas viejas: algún ejemplar en cirílico de Ogoniok, un suplemento de Le Monde por el Bicentenario, una larga colección de La Lidia, un centenar de ejemplares de EPS (la revista que daban con la edición dominical de El País, con los artículos de Marías en la última de forros), un puñado de ejemplares de la Revista de Revistas de cuando Loubet…
Hace unos años doné a una biblioteca universitaria decenas de viejos ejemplares de esos que, supongo, alguien arrojó a la basura.
En fin que he aprovechado estos días de relativa calma y de mucho muermo, para aligerar más la carga, en el entendido de que la mayor parte de esos papeles no sirven para nada (por ejemplo los recortes de reseñas de libros por leer de Babelia; los ensayos sobre Borges, a cual más delirante), y que va siendo hora de que aligere el equipaje, pues cualquier buen día he de marcharme de aquí y es un gesto de urbanidad no dejar una colección que más bien puede usarse para el reciclaje.
Allí mis recuerdos de tantos años (un billete de avión de Aeroflot en la ruta Moscú-París, de 1989; un recibo de un peaje de carretera en una autopista que lleva a Berna), molidos y reconvertidos en papel para envolver aguacates y papayas o, mejor, para una caja para una docena de huevos.
Me encontré, y lo di a la trituradora, tres o cuatro versiones de una novela que no encontró editor; manuscritos llenos de tachaduras de poemarios que vieron la luz y que hoy forman parte del largo testimonio de las obras humanas que consumió el olvido, fichas sobre libros de Mircea Eliade, cuadernos llenos de notas, fotocopias de ensayos de Barthes subrayadas con una marcador amarillo; cosas que pensé eran un acopio de palabras para el futuro y hoy son palabrería de un pasado que ya se llevó el tiempo.
Cómo encontrar bagatelas, me encontré por allí hasta una multa de tráfico (que seguro debo al tesoro francés), por estacionar en un lugar prohibido (interdit) y que me levantó un gendarme de la Prefectura de Limoges; y que debe ser la única infracción a la ley que he perpetrado en mi ya larga e inútil vida de ciudadano respetable.
Con mucha pena trituré objetos queridos: la licencia de conducir de mi tío Marcelino Meana, algunas imágenes con viejos amigos -que incluían la presencia de algún Judas-, la invitación para mi graduación de bachiller, la acreditación para los eventos del encuentro del Círculo de Montevideo, en Barcelona en el mil novecientos noventa y tantos, mi propia foto juvenil frente a las ruinas de Éfeso, junto a…
Como nadie se deshace del pasado sumariamente, por lo menos no yo, aparté algunas reliquias, algunas fotos, algún billete del tren que iba de Aberdeen a Dublín, e incluso una boleta de calificaciones de quinto de primaria -ya las destruiré cuando decida aligerar el equipaje del todo-.
Las canastas con las revistas no las he tocado, de momento; de las tres cajas con papeles que había, se conservó -conservé yo, de hecho-, lo que cabe en una sola, una sola que tampoco pienso conservar mucho tiempo; uno nunca sabe cuándo hay que tomar de nuevo el atadillo y tomar algún camino de esos en que hay que andar ligero.
Lo demás es la lección de Eurídice, que es la misma que la de la mujer de Lot: el que voltea para atrás se convierte en estatua de sal.
¡Shalom!
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