Luis Muñoz Fernández
Pensador de una profundidad casi insondable, Ramón Andrés nos advierte en las primeras páginas de “Semper dolens. La historia del suicidio en Occidente” que la muy extendida idea de que el noventa por ciento de los suicidios cuentan con una base patológica es, en el mejor de los casos, una ingenuidad. De aceptar esa hipótesis, “no haríamos más que evidenciar un tenue conocimiento de nuestra condición, manifestar la ignorancia de la compleja trama de la realidad, de matiz incontable”.
Ahonda el también escritor en las causas de nuestra errónea concepción sobre la muerte en general y el suicidio en particular cuando dice que “dadas sus raíces, de las que surge el sentido definitivo del mundo, la mentalidad occidental ha cristalizado como reducto de un ‘yo’ que envejece mal, que no acierta a saber si la muerte es el reverso de la vida o la manifestación última de poder. Por ello, el suicidio genera sentimientos encontrados no sólo en quien medita afrontarlo, sino también colectivamente y en aquel que se detiene a estudiar el proceso de esta radical determinación”.
Que en ese tema andamos perdidos es un hecho apenas discutible. Basta escuchar en Aguascalientes, entre cuyos habitantes parece existir una alta tasa de suicidios, las declaraciones de una fauna variopinta de opinadores que, ante una muerte inesperada más, expelen todo tipo de declaraciones interesadas, ignorantes y/o falsamente piadosas en las que recurren con frecuencia a la muletilla de la “salida por la puerta falsa”, simplificación que siempre les permite regresar a la tranquilidad de sus impolutas conciencias.
“¿Por qué se ve el suicidio como un acto ilegal, inmoral o irreligioso?”, se pregunta el filósofo Simon Critchtey en sus “Apuntes sobre el suicidio”. Pese a la herencia grecorromana que consideraba aceptable el suicidio bajo ciertas circunstancias, la concepción del suicidio cambió radicalmente a partir de la teología cristiana. San Agustín y Santo Tomás formularon el concepto de que “la vida, para el cristiano es algo que le es dado –un ‘datum’– sobre lo que tenemos derecho de uso, ‘usus’, pero no de gobierno, ‘dominium’, pues este último sólo puede ser privilegio de Dios… Por eso el suicidio es pecado”.
A partir de ahí uno puede inferir que esa doctrina se ha convertido en uno de los pilares del poder hegemónico, tanto religioso como civil, anulando lo que ese poder, mas teme porque lo socava: la autonomía del individuo que gobierna su propia vida. Eso explica, por lo menos en parte, que tanto la vida como la muerte estén siempre fuera del control de quien en su propia carne la gesta y la padece. Por algo será.
Gracias a la generosidad de Asunción Álvarez del Río y de Rodolfo Vázquez Cardozo, los demás miembros del Colegio de Bioética hemos podido leer la carta de despedida titulada ‘Addio’, de Néstor Alberto Braunstein, psicoanalista argentino nacionalizado mexicano, quien el pasado 7 se septiembre de 2022 terminó voluntariamente con su vida en Barcelona.
¿Cuándo supo Braunstein que había llegado el momento de partir? Cuando la vida le llevó a los límites que no se permitiría transgredir. En sus propias palabras: “el no reconocimiento de lugares, gentes, y espacios, la pérdida de la facultad de gozar del arte, del conocimiento del mundo en el que vivo (política, social, económicamente), la autonomía para aprovisionarme de lo que necesito pues vivo solo; me rehúso a depender de alguien para que se ocupe de lo mío, ¡horror de los horrores!, ser trasladado a una residencia para ancianos donde esperaría pasivamente el final en medio de horarios y compañías, impuestos, dolores o huesos fracturados”.
Cuando uno lee sus razones, tan meditadas y expresadas con tal serenidad y entereza, concluye que su suicidio no sólo no es condenable, sino que representa un magnífico ejemplo de auténtica libertad. Lean ustedes su ‘Addio’ y lo comprenderán: http://nestorbraunstein.com
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