Claudio Calabrese
Instituto de Humanidades
Universidad Panamericana

Cuando hablamos de virtudes sociales (también decimos «valores sociales» como si fueran sinónimos), la solidaridad ocupa un lugar privilegiado en nuestras concepciones y en nuestro imaginario; se trata de aquellas actitudes con que mostramos, activamente o no, según de qué se trate, nuestra empatía por algún tipo de tragedia o de mal momento que está pasando una persona o una parte de la sociedad. En esta reflexión, entiendo el término «sociedad» en su acepción clásica y más general: «conjunto de personas, pueblos o naciones que viven bajo normas comunes» (https://dle.rae.es/sociedad). La vida en sociedad es aquello que nos permite vivir civilizadamente (lo opuesto a la barbarie), pues allí se organiza un tipo de vida que debería contribuir a nuestra perfección, es decir, a ser mejores (más nobles, que es otra manera de decir «mejores»). Llamamos «solidaridad», según el Diccionario de la Real Academia, a la adhesión circunstancial a una causa o empresa de otros; a partir de ello, podemos agregar, como sugerimos al principio, la empatía o modo con que nos identificamos con alguien (en realidad, cuando asociamos este término a la solidaridad, tendemos a compartir sentimientos de pesar) y, si está a nuestro alcance, disminuir el sufrimiento de los demás, bien de manera material, bien de manera espiritual (si somos creyentes) y mucho mejor si podemos de las dos maneras.

Las raíces de esta concepción se hunden en la tierra fértil de la cultura cristiana, para la cual la solidaridad se aplica a la comunidad de todas las personas, iguales por ser hijos de Dios; la noción nace estrechamente ligada a la fraternidad universal, que propicia buscar el bien de todos sin excepción. Se trata, entonces, de afrontar la relación con los demás de un modo altamente positivo, porque manifiesta el interés que nos despierta hacer el bien a otro, más allá de simples intereses personales; la solidaridad grita al que sufre que no está solo (sentimos la obligación moral de acompañar, de asistir). Es un dique que contiene los desbordes del individualismo, que predica, con la teoría o con los hechos, que cada uno está desvinculado de sus semejantes o unido temporalmente por interés. Por esta razón, la práctica de la solidaridad busca que los individuos y las comunidades se reencuentren con sus principios fundamentales, mediante redes, programas gubernamentales, emprendimientos privados, que llevan adelante acciones para gente necesitada.

Desde el punto de vista de la ética, la solidaridad es una virtud, en cuanto su práctica hace mejor a una persona, y un principio de la vida social. San Juan Pablo II, en la encíclica Sollicitudo Rei Socialis (1987), enseña los aspectos en que incardina la solidaridad: como virtud natural es la determinación de los seres humanos que buscan el bien del prójimo; como virtud de la vida cristiana es el mandato evangélico por el bien del otro, en tanto imagen y semejanza de Dios. Y, en cuanto amalgama de virtud natural y sobrenatural, entendemos que Dios mueve los corazones y los hombres transforman las realidades seculares.

Una vez más se trata del corazón del hombre; con ello no queremos decir nada sensiblero, sino alzar la mirada hacia las diferentes realidades sociales de miseria (material y humana) y propiciar caminos para la integridad y la paz. Si la solidaridad es una virtud, ésta no surge de la nada, sino que se aprende a lo largo de las etapas de crecimiento de la persona, siendo la familia el lugar privilegiado de este aprendizaje; la educación sistemática, el espacio de reflexión donde se alimenta esta virtud y la universidad, el ámbito específico del fundamento intelectual y del establecimiento de compromisos con el otro en cuanto otro.

La solidaridad nos enseña, en suma, que sufrimos más y gozamos menos, si no compartimos.