“LA NIÑA CALLADA” (“AN CAILÍN CIÚIN” / “THE QUIET GIRL”)

El valor del silencio yace, como diría Pitágoras, en que acalla necedades o palabras fútiles. Ante la cacofonía predominante en una cartelera donde siempre prevalecerá el estruendo del espectáculo hollywoodense, resulta un tanto portentoso que una cinta de esplendor minimalista como “La Niña Callada” pase por el filtro de la banal coladera de superhéroes y animaciones anodinas, y le recuerde al espectador qué es el cine y cómo se usa. Esta producción irlandesa, hablada casi en su totalidad en gaélico, marca el debut de Colm Bairéad como realizador de largometrajes después de una interesante carrera como director televisivo en Irlanda, y su ópera prima no puede ser más auspiciosa, pues demuestra un talento para la extracción de un discurso lírico de momentos, situaciones y personajes apacibles, sin que genere distancia con respecto al espectador. Todo lo contrario, pues la belleza gentil que emana de la hermosa fotografía y caracterizaciones conecta con los aspectos más primarios del espectro emocional de cualquiera que vea esta alhaja visual y narrativa en forma de película.
El silencio y la quietud serán los leitmotiv esenciales en el desarrollo de esta historia, ubicada en la Irlanda de 1981 donde una niña de 9 años, Cáit (la maravillosa Catherine Clinch), es enviada por sus padres a un matrimonio de edad madura debido al avanzado embarazo de su madre, ya que los progenitores -en particular su huraño y bebedor padre- desean lidiar lo menos posible con cualquier problema que desestabilice la ya de por sí desarticulada relación familiar donde también interactúan 6 hermanas mayores ante el inevitable parto. Al llegar a la lejana granja donde vivirá, Cáit conocerá a Eibhlin (Carrie Crowley) y Séan Cinnsealach (Andrew Bennett), matrimonio noble y trabajador que refleja una enigmática tristeza que será clave en el proceso dramático de la historia. La cinta irá desglosando con cuidado y mesura la interacción entre ellos, exponiendo la callada disposición de la chiquilla como factor integral para el esfuerzo de la pareja mayor por tratar de involucrarla en las actividades agrícolas y ganaderas mediante sus distintas naturalezas, pues Eibhlin es un ser gentil, amoroso y con la capacidad de darle a Cáit las atenciones que no recibía en casa (dos escenas llamaron poderosamente mi atención al respecto: el delicado montaje donde ella peina la larga cabellera de la pequeña y otra, discreta pero elocuente en los rasgos compasivos de esta madre postiza, cuando la niña moja la cama) mientras que Séan se muestra hosco e inicialmente desinteresado en ella. La cámara pacientemente observa el proceso delimitando los encuadres a modo de explícitos lienzos naturalistas con composiciones que exploran la poética de la imagen, mientras que la perspectiva de Cáit será la nuestra conforme ella va descubriendo este bucólico y pintoresco entorno y a sus nuevos cuidadores, pues a pesar de que la única regla que le impone Eibhlin es la de no guardar secretos, ellos tienen uno que será crucial tanto en la vida de Cáit como en el desarrollo dramático de la trama que nos conducirá a un final saturado de emociones.
“La Niña Callada” logra trasladar cinematográficamente la vívida prosa de la autora Claire Keegan (quien escribió el relato corto en que se basa el filme) a un conmovedor estudio de la reclusión emocional infantil con revelaciones y sensibilidad impresionistas que jamás toca el kitsch o lo trivial, dejando que el espectador se deje llevar por este mundo cuasi pastoral engañosamente sencillo que revela, mediante una lectura a profundidad, temas emocionalmente inmensos que se mueven con lentitud pero con compasión por sus personajes y los rasgos inequívocamente humanos que los y nos marcan. No cabe duda de que se trata de la mejor cinta en cartelera esta semana.“GRAN TURISMO: DE JUGADOR A CORREDOR” (“GRAN TURISMO”)

Como es sabido, la verdad puede ser más bizarra que la ficción, y cuando esto se cumple da como resultado películas como ésta. Al verla, es imposible que los focos rojos de nuestro cerebro anunciando inverosimilitud no se activen, pero resulta que lo que aquí ocurre sí sucedió. Por supuesto, la versión que tenemos en la pantalla grande ya lleva su buena dosis de maquillaje narrativo y visual para el deleite de los espectadores, pero la premisa sigue siendo interesante: un joven inglés de la clase obrera, adicto al juego “Gran Turismo” de la compañía PlayStation llamado Jann (Archie Madekwe), logra cumplir su sueño de conducir un auto de carreras real en los circuitos profesionales de competición, cortesía de un disparatado experimento orquestado por un idealista representante de los deportes automovilísticos de nombre Danny Moore (Orlando Bloom). Este elucubra junto a la compañía de videojuegos y la escudería Nissan la audaz idea de poner tras el volante a los mejores usuarios de este juego, que compite en conocidas pistas internacionales, sólo para recuperar ventas. Apoyado por el experimentado mecánico -y ex corredor cuya trayectoria se vio truncada por un episodio oscuro en su pasado- Jack Salter (David Harbour), se pondrá en marcha el certamen con el propósito de colocar a un jugador de “Gran Turismo” en las filas de los conductores profesionales. De ese modo, las vidas de Jann, Danny y Jack se entrelazan, dando lugar a una trama que aborda todos los clichés de cintas parecidas. Mientras Danny busca ganar dinero a costa de la explotación del joven talento, Jann y Jack verán cómo sus vidas personales encuentran sentido a través de esta experiencia. El muchacho busca validación emocional ante el rechazo de su padre (Djimon Honsou) hacia esta decisión profesional, mientras que Jack intentará superar esa sombra del pasado que lo persigue. La película pudo haber recuperado con tino y gracia los elementos dramáticos característicos de cualquier narrativa sobre desvalidos sociales que quieren triunfar (“Rocky”, “Duelo de Titanes”, “Jamaica Bajo Cero”, et al.) y que tanto éxito ha tenido en el cine, pero esta cinta está dirigida por el creativamente limitado Neil Blomkamp (“Sector 9”), quien no logra acertar en los rubros dramáticos y opta por diseñar largas secuencias de carreras, poco innovadoras pero funcionales, pensadas para entretener al público no muy exigente. Otro punto en contra es la falta de habilidad actoral de Archie Madekwe, quien no logra encontrar los matices que su personaje requiere y, al llevar todo el peso narrativo sobre sus hombros, todo el proceso decae rápidamente. “Gran Turismo” acelera a fondo para llegar a una meta que le queda muy distante, pues su combustible se agota a mitad de camino mientras el espectador permanece entre el aburrimiento y la sorpresa por lo que podría haber sido un documental mucho más atractivo sobre la asombrosa historia real.

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