
Rodrigo Avalos Arizmendi
En México, la Suprema Corte de Justicia y el Instituto Nacional Electoral, a pesar de sus deficiencias, han fortalecido la división de poderes y el funcionamiento de la democracia. Los recientes planes del presidente, denominados Plan A y Plan B, intentaron, sin éxito, debilitar y capturar institucionalmente al Instituto Nacional Electoral. No obstante, presenciamos el inicio de un intento similar contra la Suprema Corte, un proceso que probablemente consumirá este año y el próximo. López Obrador ha convertido este tema en una cuestión de campaña, desencadenando una embestida política general del régimen contra la Corte.
Esta situación, indudablemente, tendrá consecuencias. En primer lugar, la credibilidad de la Corte se verá afectada. Actualmente, la Corte goza de una confianza ciudadana del 65%, lo que la coloca entre las instituciones más valoradas por la población. Sin embargo, los ataques, burlas, exageraciones y mentiras del presidente, ciertamente, han perjudicado la reputación de la Corte, lo que resultará en un costo inevitable.
En segundo lugar, aunque improbable, si Morena obtuviera la mayoría calificada en las elecciones de 2024 para el Congreso, López Obrador ha amenazado con cambiar la composición de la Corte y reducir sus atribuciones. Si esto sucediera, el país cruzaría una línea roja, causando un grave daño a la democracia.
Esta situación preocupante ha encendido las alarmas debido a la determinación presidencial de cooptar también el poder judicial para sus fines político-ideológicos. La embestida es seria: el presidente ha expresado su apoyo a una consulta popular para determinar la elección de magistrados, jueces y ministros por voto directo. Incluso afirmó que entre 1867 y 1876, la Corte fue más independiente debido a que sus miembros fueron electos directamente. Sin embargo, es importante aclarar que en la historia constitucional de nuestro país, los ministros nunca han sido electos por voto popular directo. Siempre ha sido a través de un voto indirecto.
Desde la Convención de Apatzingán hasta la Constitución actual de 1917, los ministros han sido elegidos por el Senado. El presidente propone una terna y el Senado elige. Durante el mandato del presidente Juárez, bajo la Constitución de 1857, era el Congreso de la Unión quien elegía a los ministros. Los ciudadanos elegían a sus representantes, los diputados, y estos a su vez seleccionaban a los ministros. En conclusión: nunca ha habido un voto popular directo para la elección de los ministros. Por lo tanto, la situación nunca ha sido como la plantea el presidente.
Como puede observar, apreciado lector, el presidente, fiel a su estilo, incurre en una inexactitud al afirmar que, durante el mandato de Benito Juárez, a quien considera su máximo referente, los ministros eran elegidos por voto popular directo. Esta afirmación es incorrecta, ya que tal cosa nunca ha sucedido.
Ahora bien, ¿qué tan viable es la propuesta de López Obrador? Podemos concluir que no es viable. El Poder Judicial, en especial la Suprema Corte y sus ministros, no pueden ni deben ser objeto de voto popular directo. Ellos no representan a ninguna entidad política, a diferencia de los diputados, que representan al pueblo, o los senadores, que representan a las entidades federativas, y del presidente, que representa al país. Los ministros están para defender la constitución e impartir justicia.
Si tuviéramos candidatos a ministros, ¿qué criterios usaría la ciudadanía para elegirlos? Los ciudadanos generalmente carecen de conocimientos técnicos jurídicos para tomar tal decisión. ¿Qué perfil impartiría justicia de manera más efectiva? ¿Serían iuspositivistas, iusnaturalistas o seguidores del realismo jurídico? ¿Qué corriente filosófica del Derecho o de argumentación o de interpretación jurídica emplearían los ministros? Asimismo, ¿quién promovería y financiaría las campañas para estos puestos? ¿Quién resolvería las impugnaciones? ¿El mismo Poder Judicial, los magistrados del Tribunal Electoral o el Congreso?
Indudablemente, la idea del presidente López Obrador de que los ministros sean elegidos por voto popular parece obedecer más a un intento de someter al Poder Judicial bajo su control. ¿Por qué? Simplemente porque hasta la fecha la Corte ha emitido un par de resoluciones que no han sido de su agrado: la invalidez de la propuesta de que la Guardia Nacional se convierta en parte de la SEDENA y la nulidad de la primera parte del Plan B de la reforma electoral. Por ello, el presidente parece querer eliminar la autonomía e independencia del Poder Judicial y de la Suprema Corte, que no han resuelto los casos como él hubiera querido, ya que los ministros se han limitado a defender la constitución.
No cabe duda de que el país está viviendo una etapa en la que el presidente, contrariamente a lo prometido en su toma de posesión – respetar y hacer respetar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen -, no ha cumplido con su palabra. El poder lo ha llevado a un extremo de enajenación, al punto de considerarse el único poseedor de la verdad.
En conclusión, a los mexicanos nos esperan 16 meses más de sobresaltos e incertidumbre política, económica y de inseguridad.