Para nuestra hija Brenda, futura promesa de la Lingüística.
Luis Muñoz Fernández
Cuando alguien muere joven, buena parte de la tragedia recae sobre su porvenir: ¿qué “habría” hecho? Pero Marina dejó lo que “ya” había hecho: todo un corpus de textos, muchos más de lo que podría caber entre estas tapas. Mientras sus padres, sus amigos y yo recopilábamos su obra, tratando de encontrar la versión más reciente de todos los relatos y artículos, éramos conscientes de que ninguno conocía la forma exacta con que ella habría querido publicarlos…
… He visto a demasiados escritores jóvenes rendirse por no poder asimilar los continuos fracasos que su profesión les deparaba. Tenían talento, pero les faltaba aguante y determinación. Marina contaba con esas tres virtudes, por eso estoy convencida de que habría triunfado.
Anne Fadiman. Prólogo. Lo contrario de la soledad, 2015.
Marina Keegan fue una joven norteamericana que quiso ser escritora y estudió una doble licenciatura en Escritura Creativa e Inglés. Lo hizo en la Universidad de Yale y allí fue muy feliz. Por eso, a punto de graduarse, escribió lo que a la postre se convertiría en su texto más famoso. He aquí los párrafos iniciales:
No tenemos una palabra que designe lo contrario de la soledad, pero, si la hubiera, definiría lo que yo quiero en la vida. Aquello que estoy agradecida y honrada de haber encontrado en Yale, y lo que me da miedo perder cuando mañana, después de la graduación, me despierte y abandone este lugar.
No es exactamente amor, ni un sentimiento de comunidad; es la sensación de saber que hay gente, muchísima gente, que está contigo en esto. Que forma parte de tu equipo. Cuando la cuenta ya está pagada pero no os movéis de la mesa. Cuando dan las cuatro de la mañana pero nadie se mete en la cama. Aquella noche con la guitarra. Aquella que ya no recordamos. Aquella vez que hicimos, fuimos, vimos, reímos, sentimos.
Lo que luego pasó lo cuenta su profesora Anne Fadiman en el prólogo de Lo contrario de la soledad (Alpha Decay, 2015), el libro que reúne los textos de Marina Keegan:
Cinco días después de que Marina se graduara “magna cum laude”, recibí un email de otro alumno:
“Anne, perdona que te moleste tan tarde, pero ha pasado una desgracia y no sé si estarás al tanto. Llámame, por favor”.
Después de un “brunch” con su abuela cerca de Boston, Marina y su novio iban en coche a la casa de veraneo de la familia, en Cape Cod, para celebrar el quincuagésimo quinto cumpleaños de su padre… Su novio, que no circulaba demasiado rápido ni había bebido, se durmió al volante. El coche se estrelló contra un quitamiedos y dio dos vueltas de campana. Marina murió. Su novio salió ileso.
Los padres de Marina lo invitaron a casa al día siguiente y le recibieron con los brazos abiertos. Escribieron a la policía del estado para que no interpusieran una denuncia contra él por homicidio involuntario. Cuando fue a juicio, los Keegan lo acompañaron. Se retiraron los cargos.
Parece mentira cómo a algunos seres humanos, les bastan unos pocos años para dejar una huella perdurable en el mundo. La mayoría necesitamos mucho más tiempo y la mayor parte de las veces no lo conseguimos. Desaparecemos sin dejar siquiera la estela espumosa que sigue al barco por unos instantes cuando surca las aguas del océano.
Marina fue uno de esos seres humanos afortunados y admirables. Y aunque expresó que deseaba “hacer que pase algo en el mundo”, lo logró de una manera sutil, a través de lo que escribió, fragmentos deslumbrantes que nos muestran la belleza oculta en la vida cotidiana Y que nos ayudan a asomarnos a la dimensión infinita de la existencia.
Hay que entender que Marina Keegan pertenecía a la clase alta estadounidense, con acceso a una educación esmerada en una de las mejores universidades de aquel país. Tal vez por ello, algunas de sus preocupaciones nos sorprenden. En el ensayo Las alcachofas también dudan deploró que las consultoras financieras estuviesen tras un alto porcentaje de los graduados de Yale para incorporarlos como empleados por dos o tres años.
Para Marina, que comprendió que esos egresados se sientan atraídos por los buenos sueldos y la visibilidad social que les ofrecen, la experiencia en esos corporativos no sólo no es tan positiva como parece, sino que incluso puede ser dañina para el espíritu. Citó a su tutor Harold Bloom, uno de los críticos literarios más destacados del mundo, que dijo refiriéndose al mismo tema: “Por desdicha, esto supone la muerte de la mente. No es así como yo veo la Universidad de Yale”. La propia Marina lo expresó con estas palabras:
Así las cosas, ¿hay algo intrínsecamente erróneo en el hecho de que un 25% de los graduados de Yale contratados acaben en esa industria?
Sí, yo creo que sí.
Esa es mi opinión, claro está, pero me parece triste que tantos de nosotros entremos en una línea de trabajo donde no estamos produciendo nada (la mayoría de los casos), ni ayudando a nadie, ni involucrándonos en nada que nos apasione de verdad. Aun cuando sea sólo para dos o tres años. ¡Eso son muchos años! Y no unos años cualesquiera. Son los veintitrés y los veinticuatro y los veinticinco. Si fuese un porcentaje de gente más bajo, quizá no me molestaría tanto. Pero no es así…
… A lo mejor peco de ignorante y de idealista, pero siento que no puede ser cierto. Siento que lo sabemos. Siento que podemos hacer algo realmente chulo por este mundo. Y tengo miedo de que –a los veintitrés, veinticuatro o veinticinco años– se nos olvide.
Al leer lo que fue y escribió Marina Keegan, no pude evitar pensar en mi hija Brenda, aunque sus historias sean muy distintas. Brenda está cursando el último semestre de la Licenciatura en Letras Hispánicas y ya ha definido su vocación para ampliar sus estudios con una maestría en el área de la Neurolingüística. Lucila y yo haremos todo lo posible para que también alcance ese sueño.
Su carrera no es de las que ahora están de moda y tienen gran demanda entre las jóvenes de su edad, como es el caso de Negocios Internacionales o Mercadotecnia. Ni la está convirtiendo en una persona “muy competitiva” –desiderátum de algunos padres que conozco–, pero ella la disfruta muchísimo y sé que la impulsa en el sentido correcto: el de la sensibilidad y la solidaridad hacia los demás. Cualidades con las que ayudará a que este mundo –o por lo menos su entorno inmediato– sea un lugar menos hostil y más humano.
Esa sensibilidad que permite sentir aquello que no se puede ver con los ojos del dinero y que tanta falta nos hace en medio del tráfago en el que estamos inmersos. Esa cualidad de percibir lo que de veras importa por encima de las prisas y urgencias que no nos dejan pensar. Eso que se asoma hasta en los hechos más sencillos y en los momentos más inesperados. Lo verdaderamente trascendente, que puede manifestarse en una vida tan plena y breve como la de Marina Keegan.
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