Otto Granados

Los políticos novatos suelen reducir la solución de los problemas a la creación de una oficina pública. De pronto inventan burocracia, destinan presupuesto y lanzan tuis para mostrar que están trabajando en tal o cual aspecto, sin entender que, en realidad, la opción está en el sentido común que, como decía algún clásico, es el menos común de los sentidos. Esto sucede, por ejemplo, cuando los neófitos hablan de la felicidad, el estado de ánimo o la salud mental. Veamos.

Pronto se cumplirán dos décadas de que Richard Layard, un profesor de la London School of Economics, publicó Happiness. Lessonsof a new science, una investigación pionera en el campo de psicología social donde exploró los vínculos entre las políticas públicas, la filosofía moral y la felicidad de las personas, y que fue traducida a 20 idiomas. Luego siguieron otros trabajos académicos y científicos –que no es lo mismo–, así como el Reporte Mundial de Felicidad, codirigido por Layard mismo, que justo este año ha llegado a su décima edición.

En ese itinerario, parecía singular que las ciencias sociales se ocuparan, por ejemplo, de un asunto tan íntimo como la felicidad de las personas y sociedades, pero fue Jeremy Bentham quien sugirió en el siglo XVIII que si toda decisión gubernamental debe evaluarse por su impacto sobre la felicidad, entonces políticas como el crecimiento económico, la seguridad pública, la educación de calidad o los derechos humanos no son sólo un fin en sí mismas, sino que su contribución depende de cuánto elevaron ese estado de ánimo, definido éste como sentirse bien, disfrutar de la vida y creer que esta es buena, y cómo, llegado este punto, dichas políticas podían dirigirse hacia otros objetivos más complejos –la confianza interpersonal, la vida comunitaria y los referentes morales– pero importantes para que los ciudadanos se sientan mejor. Dicho de otra forma: se trata de crear las condiciones previas para que la sociedad sienta que vive bien y no cuando el malestar ya llegó.

La versión más reciente del Reporte citado, donde México apareció como uno de los 10 países que más cayeron en el indicador, del puesto número 23 al 46 (sobre 149), junto a otros como Líbano, Venezuela, Afganistán, Jordania o la India, sugiere que la pandemia pudo haber tenido claramente un cierto impacto, pero también influyeron factores como los mayores o menores niveles de confianza, generosidad, apoyo social, libertad y percepción de corrupción. ¿Por qué?

La literatura especializada sugiere que, a medida que el conocimiento crece, parece claro, contra lo que supone el pensamiento convencional, que la aplicación de determinadas políticas públicas puede tener una influencia decisiva en la noción de felicidad que experimentan las sociedades. En este sentido, Layard encontró que hay diversas variables clave para entender los niveles de felicidad que se alcancen: trabajo, ingreso, vida personal, pertenencia a una comunidad, salud, libertad y una filosofía de vida. En el caso del empleo, su pérdida representa para la mayoría de la gente “un desastre mayor”, con consecuencias psicológicas, por lo que los gobiernos deben flexibilizar el mercado laboral y modernizar las políticas para generar distintos tipos de ocupación aun en épocas recesivas. Y en el capítulo del ingreso, parece haber evidencia de que, rebasando una determinada cantidad anual, los grados de felicidad que se alcanzan suelen ser ya independientes de las percepciones monetarias, lo que conduce a que otros aspectos –libertad, seguridad, etcétera– ocupen un lugar más relevante que el salario.

En suma, estos hallazgos tienen profundas implicaciones sobre las políticas públicas y las decisiones de los gobiernos y sus líderes, y en buena medida ayudan a explicar no sólo el desplome de la felicidad de los mexicanos, sino a entender mucho mejor su actual estado de ánimo.

Por ejemplo, en la Primera Encuesta Nacional de Opinión Ciudadana 2022 de GEA-ISA, quizá el estudio de opinión más riguroso, el 71% de los mexicanos piensa que los principales problemas del país son la economía y la seguridad, mientras que sólo el 6% dice que la pandemia. Dividido a partes iguales, el 31% cree que la situación política es “buena” y otro tanto que es “mala”. El 50% experimenta “enojo”, “preocupación” o “miedo” y el 35% declara sentir “esperanza”. El 56% afirma que el país va por un “rumbo equivocado” y el 36% “correcto”. Mientras que el 41% dice estar “satisfecho” con el funcionamiento de la democracia, el 51% opina lo contrario. Y, finalmente, el 69% percibe que políticamente la sociedad mexicana está dividida y apenas un 20% declara lo opuesto.

En suma, la polarización, el encono y la división parecen estar teniendo un efecto más que corrosivo en el tejido sobre el que se sostiene la sensación de felicidad. Como lo explican bien Layard y sus colegas, la investigación sobre la felicidad ha encontrado que las emociones positivas importantes como la serenidad, la calma y la armonía contribuyen decisivamente a la satisfacción general con la vida.

Dicho de otra forma, en lugar de crear dependencias, crear burocracia y deslizar ocurrencias, hay que trabajar primero sobre las políticas que mejoran el ánimo social y dar resultados concretos, tangibles y medibles en aquellas variables que realmente le importan a la gente en su vida cotidiana y la de sus familias. Los hallazgos y evidencias de los distintos estudios arrojan información muy relevante como para pensar en la felicidad como un aspecto central de lo que pasa en el ámbito de lo público y de lo político, de las decisiones que se toman en esos campos y de la forma en que la investigación puede aportar pistas para, desde ese particular enfoque, mejorar el bienestar de las personas.

Por ahora, parece que claro que no somos más felices que antes.