
En la colaboración previa, abordamos el mandato de Díaz Ordaz, mediante el cual pudimos darnos cuenta de un cambio de rumbo en la economía nacional. Después del periodo de Echeverría, del cual ya habíamos comentado, se dio uno de los sexenios, a título personal, más desastrosos de la economía contemporánea de nuestro país. Indaguemos.
A comienzos de 1977, ya con José López Portillo y Pacheco al timón del país, México navegaba por una severa crisis económica caracterizada por un torbellino inflacionario, un estancamiento en el crecimiento, una deuda exterior preocupante, un encogimiento de la inversión privada, una moneda devaluada y con tipo de cambio inestable. Menudo comienzo.
López Portillo alardeaba de su llegada al poder teniendo como principal consigna la administración de la crisis que se vivía. Plantaba la instrumentación de una política económica a cumplirse en tres etapas: a) dos años para superar la crisis; b) dos años para estabilizar la economía, y c) dos años para reanudar el crecimiento sobre bases no inflacionarias.
Para la suerte del presidente y derivado de los conflictos relacionados con Israel, los países árabes suspendieron la venta de petróleo a Estados Unidos y a Europa Occidental. Esto posicionó a México como el principal exportador de crudo, pasando de ocupar el quinto lugar en producción a exportar más de 1.5 millones de barriles diarios, sólo detrás de la Unión Soviética, Arabia Saudita y Estados Unidos.
Esto generó tasas de crecimiento cercanas al 8% y una caída del 50% del desempleo en los primeros años de gobierno, lo que lograba una reconciliación con el sector empresarial; el cual, había perdido la confianza en el Gobierno.
Fue así, como el auge del oro negro, provocó que tanto el presidente López Portillo como la gran mayoría de los mexicanos se ilusionaran, llevando al mandatario a decir que se encargaría de administrar la abundancia.
Sumergidos en esta burbuja de esperanza, la banca internacional se apresuró a ofrecer créditos al Gobierno, dados sus enormes excedentes petroleros. La deuda externa que en 1977 era de menos de 21 mil millones de dólares, ya para 1982 alcanzaba los 76 mil millones.
La gran liquidez con la que contaba el Gobierno fue destinada a un proyecto de industrialización y modernización, el cual tenía un horizonte de cinco años. Hasta aquí, todo pintaba bien; sin embargo, gran parte del gasto público, el cual aumentó considerablemente, iba destinado a proyectos poco productivos y a subidos a la IP.
Es por eso que gran parte del crecimiento durante el sexenio fue ficticio, ya que la mayoría de las industrias paraestatales produjeron a costos excesivamente elevados, lo que las obligaba a operar en números rojos y a no ser competitivas ni siquiera en el mercado interno, a no ser porque el poderoso brazo del erario público cubría sus pérdidas a través de dadivosos subsidios.
A la par de esto, en el ámbito internacional se dio una sobreoferta de los países productores y un aumento en el ahorro de energía de las naciones consumidoras provocaron el desmoronamiento de los precios del petróleo, lo que arrastró en su caída a una economía nacional petrolizada.
Como cereza del pastel, los excesivos y poco responsables empréstitos, sumados a una corrupción vertiginosa en el Gobierno Federal, terminaron no sólo por pulverizar a cero los beneficios derivados del petróleo, sino también por centuplicar la deuda externa, lo que orilló a una devaluación de 400% el valor de nuestra moneda, algo nunca antes visto. En tan sólo algunos años, pasamos de ser uno de los países con mayor proyección económica a uno que no tenía otra salida más que ser rescatado.
Fue en este complejo momento cuando el exmandatario pronunció aquella frase: «defenderé la paridad del peso como un perro». De poco sirvió su intervención, ya que en los meses siguientes la divisa nacional colapsó.
Ya con el Gobierno contra las cuerdas, se tomó la decisión de pagar en pesos mexicanos los depósitos en dólares hechos por mexicanos en la banca nacional, para no enviar sus ahorros al extranjero; se cerró la venta de dólares y finalmente se decidió la estatización de la banca y el establecimiento del control de cambios. El Banco de México fue integrado a la estructura gubernamental.
La abundancia, sin lugar a dudas, es algo que puede ayudar a detonar el crecimiento de un país, siempre y cuando sea bien administrada. López Portillo nunca reconoció el binomio causa-efecto entre un gasto público imparable, que generaría un déficit desorbitante, y una generosa alza generalizada de precios, que se comería el poder adquisitivo de sus ciudadanos. Tomó decisiones arbitrarias y financieramente improcedentes. El paupérrimo conocimiento económico que manejaba, junto a un autoritarismo sobrenatural, detonaron la crisis más severa en la historia de México desde la Revolución. Dejamos escapar una gran oportunidad.