Otto Granados Roldán

Hay un fenómeno que con el tiempo se ha vuelto recurrente y es la proliferación de “expertos” acerca de todo lo divino y lo humano buscando en el mundo ideal las soluciones que sólo existen en el mundo real para los enormes problemas de las personas, las ciudades y los países. Tan sólo en materia de agua, el buscador Google arroja casi 49.5 millones de resultados a la entrada “expertos en agua en el mundo”, de modo que siempre habrá abundancia retórica para todo, pero cuya validez técnica, experiencia y viabilidad puede distar un abismo y la medicina ser peor que la enfermedad.

El problema de fondo es que en las decisiones concretas de política pública las cosas son infinitamente más complejas y más en una materia tan delicada como la gestión de un recurso sustentable del cual depende la vida. Como lo afirmó el secretario general de la ONU hace casi dos años: un ciclo del agua bien gestionado debe englobar “el agua potable, el saneamiento, la higiene, las aguas residuales, la gobernanza transfronteriza, el medio ambiente y otros aspectos”. Dicho de otra forma: ante la decisión que las autoridades municipales, legislativas y estatales deberán tomar acerca de este servicio en Aguascalientes la disyuntiva se reduce a dos opciones: la gestión de un bien público mediante una participación privada eficiente, transparente, sustentable y competitiva o una gestión municipal ineficiente, burocrática, corrupta e insostenible. Se dice que las presuntas ineficiencias privadas derivan de una mala regulación pública; de ser así ¿se corregirán cuando el regulador pase a regularse a sí mismo? Esos son los términos del análisis y no hay que buscarle tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro. Conviene una explicación detallada.

En la medida en que, en todo el mundo, se ha producido una imparable concentración de las actividades secundarias y terciarias en las ciudades, el tamaño y la complejidad de las nuevas demandas sociales y urbanas han llevado a que, en un contexto de limitaciones presupuestales, de un mejor funcionamiento de los mercados y de búsqueda de mayor calidad y transparencia, los gobiernos modernos, eficaces y creativos tengan que proporcionar servicios mediante modalidades novedosas, entre las cuales destaca la activa participación del sector privado. Esto sucede en muchos países y en áreas tan variadas como agua, alumbrado público, tratamiento de residuos, educación, salud, transporte, seguridad o sistemas penitenciarios. Por un lado, los países emergentes experimentan una presión demográfica y urbana que dificulta fuertemente a sus gobiernos atender las presiones, ahora más sofisticadas y caras, del crecimiento. Por otro, la evidencia internacional muestra que la adecuada provisión de dichos servicios es indispensable para la inclusión social y la cohesión comunitaria. Por tanto, la pregunta clave es cómo abordar esos nuevos desafíos con políticas públicas más efectivas.

La primera condición tiene que ver con una concepción innovadora de la gestión pública. Desde mediados de los años ochenta, en el mundo se habían emprendido distintos tipos de reformas para gobernar por resultados y por redes. Si bien algunas con éxito y otras modestas, la discusión se condensó en el proceso y no en el modelo, y, por consecuencia, se contaminó políticamente. Ese debate es hoy obsoleto porque el nombre del juego es otro. Es decir, los modelos verticales-jerárquicos, propios de burocracias pesadas que ejercen el monopolio de las decisiones públicas y fincan sobre ese poder sus cacicazgos, ya no responden a las nuevas demandas porque el objetivo es ahora organizar recursos de distintas fuentes para producir valor en los servicios que se proveen y los gobiernos generan ese valor dentro de una red de relaciones multisectoriales para satisfacer las necesidades de un ciudadano que a la vez es un consumidor.

El estado pasa de ser así, en ciertas materias, proveedor único a ser un facilitador que conecta la iniciativa privada con las necesidades públicas. Esa es la razón por la cual surgieron modalidades administrativas como las concesiones, las asociaciones público-privadas, los contratos de prestación y/o subrogación de servicios, los proyectos BOT (construir, mantener, operar y transferir) o la colocación de papel gubernamental en los mercados bursátiles para financiar obras y servicios.

Sobre esa base, si los gobiernos entienden claramente los modelos innovadores de participación privada diseñados para solucionar problemas complicados, podrán lograr prestar buenos servicios públicos, hacer asignaciones adecuadas de riesgo incluso en condiciones de incertidumbre o focalizar mejor dónde requieren intervención privada para atender demandas de infraestructura.

La segunda cuestión en torno a la participación privada en la prestación de un servicio público tiene que ver no sólo con la calidad, oportunidad, eficiencia y presupuestos, sino teóricamente también de menor opacidad. Buena parte de la corrupción mexicana a diversos niveles se explica porque las burocracias han tenido históricamente el monopolio de la prestación de algunos servicios públicos, y la experiencia internacional sugiere que dicho control –en casos como el agua, las regulaciones de construcción, uso de suelo, funcionamiento de comercios, etcétera– lleva indefectiblemente a convertir una atribución pública en feudo privado.

Todo ello se traduce en que una mejor prestación de servicios públicos, una mejor supervisión, regulación y control de los sistemas concesionados al sector privado no se consigue a través de una pretendida remunicipalización sino a través de una operación eficaz, un buen corpus normativo, con organismos reguladores técnicamente competentes y estables en el tiempo, y con mecanismos robustos de transparencia que provean al público de un servicio óptimo. En esta secuencia, como es evidente, el reto no es la privatización de los servicios sino su gestión, regulación y supervisión efectivas.

Y finalmente, la cuestión más importante, es que, como se ha documentado ampliamente desde los años sesenta, el agua es el principal riesgo de seguridad estatal para Aguascalientes en el mediano y largo plazo, y es crítico gestionarla con el máximo profesionalismo, la mejor información disponible, el asesoramiento de instituciones expertas comprobadas (OCDE, Banco Mundial, BID, CAF) que hayan trabajado en terreno y la revisión de las mejores prácticas en la materia, dentro y fuera de México. ¿Están las autoridades municipales en condiciones de garantizar este círculo virtuoso? ¿Tienen las capacidades humanas, financieras, técnicas, tecnológicas e institucionales para ello? ¿Cómo se blindan los componentes de una eventual remunicipalización en un escenario de incertidumbre política y alternancia electoral? Dicho con claridad: cualquier decisión tendrá costos. Si predomina el criterio técnico y ambiental puede suponer costos políticos; si predomina el criterio político tendrá costos para la sustentabilidad hídrica de mediano y largo plazo y, por tanto, para la ciudad y la población. ¿Cuál es el criterio responsable y honesto que debe prevalecer pensando en las actuales y próximas generaciones? Esas, y no otras, son las preguntas correctas.