José Luis Quintanar Stephano

La facilidad para acceder a cualquier tipo de información, ya sea escrita, visual o auditiva, está al alcance de nuestras manos, literalmente dicho. Llevamos bibliotecas de millones de datos en dispositivos como computadoras o celulares, lo cual ya nos resulta tan familiar y cotidiano como si en nuestra imaginación no cupiese la opción de entrar a una biblioteca, hemeroteca o detenerse en un puesto de revistas. No hace tanto tiempo que la paciencia se ponía a prueba mientras se esperaba con ansiedad la aparición de alguna revista mensual o el seductor olor a tinta de un nuevo libro.

Recientemente, en la celebración de los ochenta años de la fundación del Seminario de Cultura Mexicana Corresponsalía Aguascalientes, en uno de los eventos conmemorativos “Los vericuetos de la lengua”, se lanzó una pregunta abierta a los invitados, de cómo había sido su comienzo en el campo de la lengua. Algunos respondieron que fue a través de la lectura de un libro que les abrió ese mundo salpicado de emociones, de imaginación, de ejemplos, de historias… libros que llegaron a sus manos por un regalo, por una herencia o en una biblioteca escolar.

Con cierto aire de nostalgia, recuerdo aquellos libros que motivaron y formaron parte de nuestra formación científica, que forjaron la actitud, la vocación y el amor por la ciencia. Entre ellos, la novela «Sinuhé, el Egipcio» de Mika Waltari, «Médico de cuerpos y almas» de Taylor Caldwell, «La Ciudadela» de A. J. Cronin y un libro clásico, el de «Cazadores de Microbios» de Paul de Kruif. De este último, rescato algunos personajes claves en el desarrollo de las ciencias médicas en el área de la microbiología como Antonio van Leeuwenhoek, el primer observador de microbios; Lázaro Spallanzani con la teoría biogenista; Louis Pasteur y su pelea contra agentes infecciosos; Robert Koch con su búsqueda implacable de patógenos; Elie Metchnikoff y la respuesta inmune; David Bruce y los transmisores de la fiebre de Malta y la del mal del sueño; Emile Roux y Emil Behring curando la difteria y otros tantos más. En muchos de nosotros, ellos se convirtieron en héroes siendo ejemplo o referente, mostrando su temple, su constancia, su visión y, sobre todo, la entrega a los demás atendiendo a alguna necesidad social que iba más allá de sus intereses personales. De igual forma, pueden surgir héroes en otros campos como el social, el religioso, el político o el de las artes, aunque en estos tiempos que corren, la fama suele confundirse con un acto heroico.

Regalemos un libro ahora, de esos que eventualmente nos sobran y que quizá, si continúa entre nuestras manos, termine en el cementerio de nuestras bibliotecas particulares. Regalemos un libro con la esperanza de que algunas palabras compitan con el tiempo de una computadora o un celular y quién sabe si, en un determinado momento, esas palabras en tinta decoloradas puedan generar una emoción o soltar las amarras de la imaginación y sean susceptibles de forjar una actitud, una vocación o el amor a una profesión.