Jesús Eduardo Martín Jáuregui
Porque no faltan los despistados, conviene aclarar: las instituciones son dignas de todo respeto. Basta y sobra que representan la forma de gobierno que, al menos en teoría, se ha dado la ciudadanía, pero quienes personifican las instituciones, desde el más humilde agente de tránsito hasta el presidente de la república tienen que ganarse el respeto de los ciudadanos. El respeto se gana con el comportamiento cotidiano, con la actuación apegada a la ley, con el trato correcto y educado. Respeto por respeto, decía mi suegra Q.E.P.D. y ella era la primera en ponerlo en práctica. Me acordaba de ello cuando en su «chou» matinal «la mamadera», pretendiendo ridiculizar al INE y a millones de ciudadanos que la reconocemos como una institución que ha traído certeza y seguridad a los procesos electorales, en plan de chunga pedía aplausos, pretendiendo minimizar las manifestaciones de repudio popular a su propuesta regresiva a un órgano controlador de las elecciones dependiente del ejecutivo. La marcha del 13 de noviembre tuvo la virtud, si no hubiera otras, de convencer a los partidos de oposición de oponerse a la contrarreforma presidencial en defensa propia y de la maltrecha democracia mexicana.
En días pasados, en uno de sus frecuentes desvaríos matinales, afirmó haber dado instrucciones a las autoridades policíacas para que no obedecieran las órdenes de libertad de un juez, particularmente, si se trataba de un fin de semana hasta que se aseguraran que no hubiera más elementos que ameritaran su detención, palabras más, palabras menos. En román paladino, la orden presidencial de desacatar las órdenes judiciales. ¡Gravísimo! La invasión flagrante de la competencia de otro de los poderes de la Unión. Un comportamiento dictatorial que es el germen de un golpe de estado: el desconocimiento de las facultades y competencias de otro Poder.
No es la primera vez que el presidente hace objeto de sus ataques al Poder Judicial, caricaturiza sus decisiones, tacha a sus integrantes de corruptos, de vendidos, de ignorantes, de antipatriotas, de enemigos del pueblo, sin que exista una respuesta institucional que le ponga freno. Cuando el abyecto presidente de la Corte se resigna a ser gusano, es un permiso tácito para que se le siga pisoteando a él y al Poder que indignamente representa.
La más reciente locura, la de «bautizar» como «humanismo mexicano» al conjunto de sus ocurrencias, como si éstas constituyeran un todo orgánico, congruente y doctrinal. Por supuesto, ya la retomó la estulta que despacha en la Secretaría de Educación, la misma que no supo contestar cómo se enseñaría a sumar a un niño con el nuevo programa educativo de la 4T, y en el Congreso ya habló del «humanismo mexicano», cuando no deja de ser un ejercicio masturbatorio de Andrés Manuel que se refocila en sus ocurrencias, que la cauda de lacayos le festeja como si se tratara de la piedra filosofal, en realidad reducido a «onanismo mexicano».
Recuerdo a un compañero de la facultad, Óscar Monroy que escribió un libro que llamó El mexicano enano que trataba, en clave de humor, los complejos, resabios, resentimientos, etc., que seguimos arrastrando los mexicanos en buena parte, debido a los mitos que no acabamos de digerir: la «chingada», el mito de la independencia gestada por los peninsulares y criollos, el pelele de la masonería extranjera que se atribuyó la reforma, el iluso republicano creyente en apariciones, el conjunto de revueltas y traiciones que Cárdenas bautizó como Revolución, hasta creer que lo de AMLO es un cambio hacia la izquierda. Hoy, en unas horas más tendremos una muestra más del «enanismo» al que se refería Monroy. El país se paralizará por un partido de fútbol, que su única trascendencia es que es un distractor de nuestras desgracias cotidianas y aparador para hacer apología de adicciones: alcoholismo y ludopatía (apuestas).
En el ánimo del presidente, tiene más peso la multitud que él ordena reunir, a la que transportan y recompensan, y que, en su mayoría, no tiene mayor sentido que seguir a su líder, un «apoyar» al dispensador de dádivas, que la multitud que por su voluntad se reunieron una cincuentena de capitales para decirle: por allí no, presidente, no queremos que se toque el sistema y los mecanismo electorales, al menos no antes de las elecciones de 2024. Sin duda haría más sentido llamarle a su política «el juego de tío Lolo» que humanismo con cualquier apelativo.
Desde luego, no deja de llamar la atención el alto nivel de aprobación que conserva el presidente, lo que desde luego resulta explicable. Las dádivas como política constituye una forma de concitar la simpatía de un grupo numeroso de la población, que confunde (no tiene por qué saber distinguirlo) justicia con limosna. Es evidente, lo dice el refrán «a quien le dan pan que llore», que quien recibe una cantidad, o espera recibirla, ya ve con simpatía al benefactor. La realidad es que la dádiva no ha cambiado, ni ha mejorado las condiciones del beneficiado, mucho menos las del país. En cuatro años, el número de pobres (los datos oficiales han aumentado) ha sobrevivido gracias a las limosnas oficiales, pero su condición no ha cambiado, quizás su dependencia ahora sea peor.
El humanismo mexicano no pasa, bomba pasado por las estructuras de poder, ha debilitado los controles democráticos, ha desmantelado las instituciones que acotaban la autoridad presidencial, ha atacado sistemáticamente a los críticos, se ha echado en manos del ejército, ha seguido endeudando al país y, aunque se ha mantenido la estabilidad del peso, todos los indicadores, de salud, de seguridad, de corrupción, de educación, etc. muestran que la 4T y el humanismo mexicano es un espejismo que se sostiene en una política populista, un globo sin sustento que, como dice el dicho, “el de atrás pagará”.