Desde el punto de vista económico, una privatización de bienes o servicios inelásticos, como el caso del agua u otros monopolios naturales, tiende a que los precios y tarifas reflejen los costos reales del servicio, a que el ajuste tarifario sea lo menos áspero posible para usuarios acostumbrados a no pagar por él (o a pagar poco) y luego mantenga una tendencia estable pero realista, y que, tratándose de recursos limitados, induzca a un cambio en los patrones de consumo. Por tanto, es muy difícil, si no imposible, en un país como México, habituado a la excesiva intervención estatal y a una arraigada cultura del subsidio, que una concesión a la iniciativa privada concite el aplauso, y mucho menos en épocas electorales como sucede invariablemente en Aguascalientes cada tres años.

Menos natural es negar que si se quiere perfeccionar el funcionamiento de los mercados, el pago integral de este tipo de servicios por los usuarios es el mecanismo correcto. Véase el caso de la Unión Europea donde una directiva comunitaria obligatoria para todos los países miembros emplazó a los gobiernos a cobrar no sólo el agua sino también los costos ambientales y, más aún, el costo de oportunidad, es decir, los precios reales en el mercado de un recurso escaso.  Dicho de otra forma, la idea de “agua libre y gratis para todos” (https://elpais.com/diario/2005/06/28/espana/1119909601_850215.html)  se volvió totalmente “contraproducente en la medida en que fomenta el uso irresponsable del agua, amenaza las capacidades y reservas y compromete el futuro mismo del sistema hidrológico y medio ambiental”.

Si bien es cierto que en México no ha existido un modelo único para definir las tarifas y frecuentemente se establecen con criterios políticos y electorales, un riesgo real si se remunicipaliza, es probable que en Aguascalientes el agua haya alcanzado sus precios reales gradualmente, dependiendo del tipo de tarifa y desde luego de los niveles de consumo.

Ahora bien, si las tarifas se mantienen estables o bajan en el futuro, esto depende únicamente de que haya competencia (que no es el caso del agua en un mercado como Aguascalientes ni se da en monopolios naturales); que el bien abunde (que tampoco aplica para Aguascalientes);  que  el padrón de usuarios sea tal que permita subsidios cruzados (como en Cancún donde la zona hotelera paga alrededor del 70-80% de la facturación total y permite subsidiar a los hogares de menores ingresos), o que haya una estricta regulación técnica que supervise, verifique y compruebe que, como hay incrementos reales y constantes en la eficiencia comercial o la productividad, decrete que la concesionaria debe bajar las tarifas en determinado momento.

Como es evidente, este último elemento es un mecanismo sumamente peculiar desde el punto de vista económico, deja cierta discrecionalidad política a los reguladores, incentiva a que la concesionaria falsee la información o, de plano, abre la puerta a relaciones corruptas entre la autoridad y la empresa, como las que parecen haberse producido en distintos momentos. Es mucho más transparente que, al tratarse de un monopolio natural regulado, los alineamientos tarifarios se determinen desde el principio y con base en indicadores claros y transparentes o los programas verificables de inversión, eficiencia y cobertura de la concesionaria. En suma, la evidencia sugiere que, al menos en el caso de Aguascalientes, el mercado del agua ha funcionado con razonable eficiencia durante el tiempo que lleva la concesión.

Sin embargo, desde su origen el asunto adquirió también un cariz político inevitable que ha contaminado la comprensión técnica de un enfoque innovador, inhibido una nueva pedagogía acerca del riesgo que representa la escasez del líquido y convertido en un tema muy atractivo para la polémica mediática, partidista y electoral. Pero la pregunta clave es: ¿ha funcionado la concesión? Sin duda.

Una primera respuesta en el caso de Aguascalientes, y de hecho en todo México que es ya un país urbano, es que hay una distribución perversa del líquido, que encaja bien en el proceso descrito por Sandra Postel: “Es en el sector agrícola donde una tarifación adecuada adquiere la máxima importancia puesto que el agua de riego que se derrocha constituye la reserva más grande con que se cuenta […] A menudo, los gobiernos construyen, mantienen y gestionan infraestructuras de riego con fondos públicos y sin cobrar apenas a los agricultores esos costosos servicios”.

En otras palabras, la asignación desproporcionada de agua al sector primario es la principal amenaza a la sustentabilidad del recurso en el largo plazo, pero en lugar de promover una transformación radical de este modelo de distribución tan distorsionado, han seguido operando las tarifas preferenciales para el sector agrícola que inhiben cualquier proyecto de inversión en eficiencia energética y ahorro de agua. Según datos oficiales, si sólo se toman en cuenta las tarifas agrícolas (conocidas como 9N y 9CU) el subsidio por kilovatio/hora a los productores cuesta a los contribuyentes aproximadamente entre 12 y 18 mil millones de pesos al año. Puesto de otra manera, el agua barata o gratuita es una ficción: alguien termina pagándola. En Aguascalientes, el nuevo modelo de concesión privada produjo mejorías sustantivas en diversas variables (cobertura, calidad, servicio) y creó incentivos positivos para modificar los patrones de consumo doméstico, comercial e industrial en la capital del estado, pero no así en la perversa distribución entre usos urbanos y agropecuarios.

La segunda cuestión es que no pocos pensaron que la privatización en Aguascalientes sería un fracaso. La realidad demostró razonablemente lo contrario. Por ejemplo, según los censos y evaluaciones del INEGI, CONEVAL, IMCO, ANEAS y otras instituciones, la cobertura de agua potable, alcantarillado y saneamiento es hoy en la ciudad de Aguascalientes de 99.5%; antes de la concesión era de 65%. El 93.7% cuenta con suministro diario del vital líquido, en contraste con la media nacional de 73% de los hogares con tubería de agua potable. El Censo 2020 identificó que en las últimas dos décadas el porcentaje de viviendas con disponibilidad de agua entubada pasó de 96.7% a 99.4 por ciento. Y CONEVAL coloca a Aguascalientes como el primer estado con mayor cobertura de agua potable a nivel nacional. Según diversas fuentes, el consumo promedio de agua de los usuarios observa una disminución al pasar de 379 litros por habitante al día en 1996 a 180 litros en la actualidad, y debido a la mayor utilización de agua tratada, el volumen suministrado de agua potable se ha reducido en 10 millones de m3 anuales, no obstante que el padrón de usuarios creció de 107 mil usuarios (hogares, comercios e industrias) en 1993, a más de 260 mil en 2021. En 1993 la ciudad tenía mil 124 km de redes de agua potable; hoy tiene alrededor de dos mil 200. Con datos previos a la pandemia, la facturación llegaba a 92%, y de cada 10 usuarios, 8 pagan puntualmente el servicio, uno registra morosidad menor a dos meses y, hasta antes de que el Congreso local impidiera con toda demagogia los cortes, a uno se le suspendía el servicio.

Terminemos por el principio: ¿cuál es la mejor decisión y la más responsable pensando en la gente, las familias y el futuro del Estado? Aguascalientes es uno de los 15 estados del país que padece un grave estrés hídrico y, de acuerdo con el World Resources Institute, se ubica en un nivel de riesgo “extremadamente alto”. Por tanto, el criterio superior en la decisión debe ser la conservación y sostenibilidad del agua a largo plazo y eso depende de una gestión profesional, experta, competente, eficiente y transparente. Nada más, ni nada menos.