Llevo una semana cavilando: entre preocupaciones cotidianas, fútiles pero a la vez graves, repaso viejas idas viendo, y viendo otra vez esa fotografía: es la número 101 de la selección, de 184, que Leighton hizo, entiendo que para y con, el libro de Anita Brenner, en la edición que hace unos años dio a la luz el ICA, en tiempos de Víctor González, en el sexenio de… En fin.

Yo tengo por allí, supo que todavía, la pequeña edición, díganos de bolsillo, que según entiendo fue una iniciativa de Javier Aguilera, para los festejos del Cuarto Centenario, hace ya casi 50 años; lo encontré en un librero de casa, cuando yo estudiaba ya el bachillerato, y desde entonces lo conservo, sin que lo haya leído con atención, si no hubiera reparado en la foto esa: en la que está un adolescente que es idéntico, como dos gotas de agua, al adolescente que yo fui.

Capítulo y traigo a cuento citas, seguramente distorsionadas, sobre pertinencias dichas, a propósito de la fotografía, por Roland Barthes (la fotografía cargada de patetismo; un monumento funerario: tomar fotografías es ‘tomar a la muerte’), por Susan Sontag (que repara en el mundo visto ya no con los ojos, sino a través de la lente), en cierta entrevista a Cartier-Bresson, que acabó aborreciendo el arte que le dio fama, y se negaba a dejarse fotografiar (reparaba en la imagen fotográfica tenía ‘un matiz fúnebre’).

Ya ni qué decir sobre esa pulsión insana de estos días en que todo y todos han de fotografiarse, hasta que dejamos de ver el mundo cómo es y ahora lo vemos, distorsionado naturalmente, a través de las lentes de los teléfonos móviles.

El caso es que allí estoy, lo que es una imposibilidad; según la cronología la imagen: un grupo de revolucionarios (mi otro Yo de perfil, con esa mirada de azoro, un tanto triste que me viene de los Torres), captados, sin que sepa la ocasión, la fecha exacta, o siquiera el lugar, entre 1916 y 1917, hace más de cien años.

Yo soy un hombre mayor, pero no tanto.

Una sexteta de desposeídos, algunos de mirada torva, casi todos en harapos (salvo yo y el militar, este con una mirada estremecedora); el pie: ‘…habían roto el yugo por sí mismos y ahora serían suyas las cosas de la vida mexicana… empezando de inmediato. Si no ¿qué era una revolución?

Pienso en esas imposibilidades: mi abuelo materno era un niño de cinco, seguro la abuela Torres no vivía todavía; de la familia paterna, ni hablar: son de otro tipo, y no hay ninguno que se me parezca un poco siquiera.

Pienso en el destino de esos seis infelices, y supongo que ninguno de ellos tuvo, luego de eso, una vida célebre, siquiera satisfactoria: la foto lo diría. No hay allí ningún prócer, ni un futuro general, ni un rebelde fallido, menos un cacique local, un diputado de oficio; todos ellos habrán muerto, algunos prematuramente, hace ya muchas décadas.

Le he mostrado la imagen a un par de personas, que han reparado en el parecido, aunque sólo alguien que me haya conocido hace cuarenta y pico podría reparar en el pasmoso parecido.

Hoy mi ex mujer favorita, que me conoció mucho más joven, quizá cuando yo andaba en la veintena, pasó por casa y le mostré la foto y no tuvo reparos: eres tú, me dijo, sin saber que era una imagen centenaria, sin ver antes el libro que la contiene y suponiendo que era una fiesta de carnaval (imposible por lo certero de los harapos que viste el conjunto).

Yo no sé qué pensar, no se encuentra uno a su doble exacto (igual el tipo era de alma negra y su identidad es exterior; o igual acabó millonario, lo que tampoco tiene que ver conmigo), todos los días, y menos en una imagen de más de cien años; lo mejor es no pensar nada.

Por cierto que mi ex mujer favorita tiene una teoría, que no me deja bien parado: yo soy la reencarnación del tipo ese. La planteó de la siguiente manera: ‘Pues has de ser tú, en una vida anterior… Se ve que ya llevas muchas reencarnaciones y es hora que no aprendes nada de la vida.

Por cierto yo comienzo las fiestas del Purim, y aquí dejo esto.

¡Jag Purim Sameaj!

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