Moshé Leher
-¿Te acuerdas de aquella vez que…?
Conteníamos la risa, mirábamos rumbo al salón y sentíamos las miradas de reproche de los que, en los rincones, nos observaban.
Yo recordé aquella vez que le cambiamos el cinturón; Óscar, la vez que entramos a su casa a esconder su cartel del Cruz Azúl; Gerardo, aquella otra vez en que… Luego suspirábamos y repetíamos el clisé ‘qué tiempos aquellos’: la preparatoria, las primeras juergas clandestinas, los años de Guadalajara; y mírate ahora: esa barriga prominente, las sienes canosas; en mi caso una larga cabellera gris, ya no tan acorde con los años. Yo le dije a Gerardo:
-Ya son muchas, demasiadas, las veces que he tenido que estar en este lugar en los últimos meses.
Estábamos de nuevo en ese templo de la ausencia que es el vestíbulo del tanatorio, donde ya es la quinta o la sexta vez que tengo que estar este año.
Aquí mismo, recordé en voz alta, le vi hará ya casi cuatro años, cuando murió Juan Pablo. Entramos juntos al salón donde le velaban y él se acercó hasta el ataúd a echar una mirada (algo que soy incapaz de hacer) y me contó que en el bolsillo del pecho de su traje le habían dejado un paquete de cigarrillos, para que no le faltara de fumar en la eternidad, donde seguro no hay estancos de tabaco… Donde seguro no hay nada.
Poco más tarde llegó José. Lo saludé, fui a saludar a don Alejandro, que casi inmóvil fue a despedir al hijo, a Enrique, el segundo que pierde en muy poco tiempo. Me volví y le dije, a José:
-Ya sólo quedamos tú y yo, amigo.
Frente nuestro alguien reparó en que su nombre, que no soportaba estaba escrito completo: Federico (el objeto de nuestras burlas y sus iras) Enrique Alejandro.
-Ha de estar retorciéndose en la caja -dijo Gerardo.
-Alguien se salió con la suya -remató Óscar.
Y volvimos a reír: “¿Y se acuerdan de esa otra vez…?
Y allí su nombre, como en la lista del grupo B del tercer semestre del Colegio Marista… Pero hace tanto tiempo de eso y él está muerto.
En el 84, recién egresado del colegio, nos fuimos a Guadalajara y él y yo, junto con Felipe mi primo y Jorge, el suyo, vivimos en aquella casa de la calle de Clavijero, muy cerca de las vías del tren que partía en dos la Avenida Inglaterra, por donde, de madrugada pasaba un ruidoso tren de carga que venía de quién sabe dónde y hacía vibrar los ventanales.
Luego, después de no pocas peripecias, volvimos a vivir juntos en un piso elemental de la Avenida Naciones Unidas; que terminaba allí, en nuestro edificio, y hoy se prolonga, entre edificios, céntricos comerciales y casonas que dicen que son de traficantes, hasta el Periférico y más allá.
Finalmente, poco después, nos volvimos a encontrar en el apartamento de la esquina de Florencia y Ontario, en Providencia, donde pasamos los últimos tres años que estuvimos en Guadalajara; años largos y ociosos de juventud, cuando ni siquiera soñábamos qué sería de nuestras vidas: él, Juan Pablo, José y yo.
Luego: la vida, las alegrías, las decepciones, algunos éxitos y no pocos fracasos, el paso de los años, las bodas, los hijos, los divorcios…
Luego la muerte de Juan Pablo, la comida después del funeral, las protestas de que no esperaríamos otra muerte para sentarnos a beber un par de tequilas, o de rones, o de lo que fuera.
Y luego el cáncer.
Y luego la muerte, querido amigo.
Llevé, al salir de la funeraria, a José y reparábamos que, ya no jóvenes, pero tampoco viejos, de cuatro que éramos quedamos dos.
-Sigues tú, José -le dije mientras se dirigía ya al portal de su casa. Se detuvo, se giró y me respondió:
-No lo creo, yo creo que sigues tú.
Imposible saberlo, pues la única certeza es que Quique no está más, como tampoco lo está Juan Pablo.
Descansa amigo.
@mosheleher: Facebook, Instagram, Twitter.