Moshé Leher
-Oiga señorita, fíjese que desde anteayer estoy esperando que vengan a instalarme el nuevo módem…
-Pues aquí tengo, según su número de folio, que está programado para el día…
-Pero cómo, a mí me dijo su compañero que a partir del martes vendrían a solucionar ese tema… ¡Qué yo vivo -que es un decir- del Internet!
Ese era un diálogo de sordos. Al fin de cuentas la voz anónima esa, entrenada para dar atole con el dedo con amabilidad, no podía solucionar nada. Y no es que quisiera solucionarme la vida, o que le interesaran mis cuitas, aunque si le interesaran tampoco estaba en sus manos ninguna solución: al fin ella está en un call center ganando una miseria para soportar a quejosos con exigencias que a ella, al fin, ni le van ni le vienen.
Ya podía yo reclamar, ponerme neurasténico, intentar el chantaje sentimental, amenazar, llorar…
El asunto viene de lejos: desde hace meses mi servicio de Internet se moría de 6 de la tarde a 10 u 11 de la noche, luego se cortaba fines de semana enteros, luego iba y venía según le pegaba la gana a algún dios cruel de la tecnología.
Pero éste, que no deja de ser un problema, que me afecta a mí y sólo a mí, no deja de ser anecdótico en este mundo donde no estar conectado a la Red es poco menos el sinónimo de estar en una isla más que desierta (sin viernes), o muerto, que viene a ser casi lo mismo: sin correos electrónicos, sin posibilidad de hacer movimientos bancarios, de seguir el curso en línea que nos ha costado una pequeña fortuna, sin, en mi caso, poder hacer mi trabajo en remoto -y por lo mismo no cobrar-, ni poder enviar mis artículos para este diario y quedar ante los editores como un holgazán.
Queda la opción, si uno tiene veinte años, lo que no es mi caso, ni mucho menos, de escribir retículos de 300 palabras en un teléfono celular o, como hago ahora, venirme a un club al que pertenezco y que tiene para sus abonados un pequeño salón con ordenadores y conexión.
Aquí es donde me pregunto, yo que tengo ya una edad: ¿Cómo sobrevivimos los humanos de hace unas décadas a esos tiempos donde no existía no la Internet, que va para las tres décadas de ofrecerse en México, sino siquiera un rudimentario ordenador para tener en casa, por no hablar de teléfonos ya no portátiles, sino disque inteligentes.
Cuando yo era niño tener un teléfono fijo en casa, de disco, ya era un privilegio, lo mismo que tener una televisión, que si era de color ya era un lujo de portentados.
Aquí recuerdo que la primera vez que alguien conocido mío tuvo un televisor a colores, fue cuando un tío político mío, que pasaba una racha de prosperidad, llegó a su casa no con uno, sino ¡con dos de esos aparatos! Eran de esos viejos aparatos de bulbos, con una pantalla de tubo, metidos en unas consolas de caoba de dudosa elegancia.
Como signo de ostentación puso en el salón de su casa, un aparato en un extremo y el otro en el opuesto; el día que hizo una pequeña fiesta en su casa para presumirnos los cachivaches, los encendió, para descubrir que Zabludovsky, o los Polivoces, o quien fuera, se veían: en un aparato de color verde esmeralda y en el otro color violeta de genciana.
Eran tiempos donde pensar que uno podía sacar del bolsillo un aparato que sirve para hablar (aunque raramente se usa para tal fin), para que nos dé una ruta geo localizada, el clima o para hacer una videoconferencia a Singapur, era un delirio o un asunto de ciencia ficción.
Los de mi edad lo entenderán y los más jóvenes pensarán que estoy contando un cuento chino, pero uno en casa tenía un radio y a lo mejor una televisión; si había teléfono fijo y auto a la puerta, ya podía uno pensar que era un heredero de la justicia revolucionaria.
Salía uno a la calle y la única manera de comunicarse con alguien que estuviera lejos era a gritos, con la única opción de ser un afortunado que se encontraba con una burbuja amarilla con un teléfono de monedas de Telmex, que entonces era una empresa inoperante en manos del Gobierno, y que solía tragarse la moneda de peso, porque de cada mil casetas callejeras, funcionaban dos.
Si Yahvé me es próspero, espero que en un plazo que no exceda enero del 2025, me solucionen mi problema y me devuelvan al mundo, donde ahora mismo estoy peor que exiliado.
¡Shalom!
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