Andrés Manuel López Obrador ha entrado ya a lo que será su último año como presidente de la República. Y eso nos hace reflexionar cómo han sido desde 1928 las sucesiones presidenciales. Y comienzo esta colaboración desde ese año pues fue cuando fue asesinado el presidente electo Álvaro Obregón y en consecuencia Emilio Portes Gil fue designado presidente interino, haciéndose cargo del poder desde el 30 de noviembre de ese año. A partir de ahí inicio el periodo conocido como “Maximato”, ya que detrás del poder se hallaba el “Jefe Máximo” de la revolución, Plutarco Elías Calles. Naciendo de esta manera el PNR, lo que hoy es el PRI. Y junto con el PNR, que en el año de 1938 se llamaría PRM-Partido de la Revolución Mexicana- y que posteriormente en el año de 1946 cambia nuevamente de nombre por el de Partido Revolucionario Institucional. Ese mismo año se fundó la CNOP, Confederación Nacional de Organizaciones Populares.

En ese tiempo los políticos mexicanos no tenían contrapesos. Acaso su único límite era el tiempo y me refiero a la perentoriedad sexenal. Al tránsito de un candidato hacia otro. Y en conjunto a la desaparición de ese sistema teocrático que se conoció como el “tapado”.Y yendo a fondo la pregunta sería: ¿Quién fue el tapado? Ciertamente surgió por una impostergable necesidad de contener la impetuosa ola de magnicidios políticos que ensangrentó al país en los años veinte. En menos de una década Carranza, Villa, Obregón, Serrano y cincuenta personajes más fueron asesinados en torno a la mal sazonada combinación de ingredientes tales como el caudillismo y la sucesión presidencial. Plutarco Elías Calles cambió las reglas. Apareció el “Maximato”. No habría contienda. Un solo hombre decidiría -tal y como estamos viendo que la historia se vuelve a repetir ahora con Andrés Manuel López Obrador y su partido Morena, en donde él es la voz que dicta quiénes van a las candidaturas. Nadie más-. El pueblo no participaría. Los mexicanos ya no se matarían por el poder. Así fue durante casi tres cuartos de siglo. Algunos decían que debió haber concluido antes y otros decían que valdría haberlo prorrogado un poco más. Todos daban sus razones en forma de hipótesis o de profecías. Pero eso tenía sus complicaciones funcionales. El debate político se realizaría hacia el interior del parido y no hacia el exterior. Las fuerzas revolucionarias triunfantes ya no ventilarían sus discrepancias ante los ojos de los extraños sino en la intimidad de su propia casa. Las decisiones se tomarían por consenso y, una vez discutidas en lo privado, ya parecerían como unanimidad en lo público.

Ese diseño era perfecto, pero no siempre se lograrían los consensos y, sobre todo en los tiempos obligatorios. Para esos momentos se requeriría tener un arbitro indiscutible. Cuando la vida brindara a los priistas un líder natural, todo estaba resuelto automáticamente. Así funcionaron Calles, Cárdenas y otros más.

En México, el liderazgo partidista del presidente de la República ha sido muy claro, aunque ni es excepcional ni ha sido insólito, sino, por lo contrario, ha respondido fielmente a un patrón universal que se da entre el gobernante y su partido, dentro de las democracias actuales.

Así, a todos los presidentes les llega su final. Porque los gobernantes son efímeros y transitorios, por lo menos en los regímenes democráticos. Solamente los ciudadanos somos permanentes. Solamente nosotros permanecemos después de que ellos se van.

Andrés Manuel López Obrador vino a romper el molde de la política de antaño, en todos los aspectos. Hizo su partido político en donde sólo él manda. Eso lo sabe todo el mundo. El presidente de Morena, Mario Delgado Carrillo, está en ese cargo de puro parapeto. Es el clásico político que cuando el presidente le pregunta. ¿Qué horas son? Él responde: Las que usted diga, señor presidente. Así mismo López Obrador no se anda con rodeos y muestra sus cartas al jugar, con demasiado tiempo de anticipación. El mayor ejemplo está en la candidatura a la presidencia de la República que le regaló, porque eso fue un regalo, a Claudia Sheinbaum, por quien desde el inicio de su sexenio mostró sus simpatías. Mas ese regalo estaba muy bien planeado, pues Andrés Manuel sabe que con ella en la presidencia él será el poder tras el trono. Y es que el presidente no iba a soltar, así como así el poder que tantos años de marchas, mítines y desgaste personal le costó tener.

La historia ha resuelto, y seguirá resolviendo, su veredicto, condenatorio o laudatorio sobre todos los ex presidentes. Veremos cómo le va a López Obrador.