
Podio: del latín ‘podîum’, a su vez del griego ‘pódion’, que, según el DRAE, es (segunda entrada) el lugar elevado y prominente donde solemos ver que suben a alguien, dada su prominencia o, en el caso de las competiciones deportivas, que ha vencido en alguna justa ídem; en mi caso, un lugar donde veo, casi siempre en la televisión, que se suben otros.
Hay que remontarse a un ya lejano año de la década de los años setenta, del siglo pasado (entre el 76 y el 78), para recordar la vez que gané un torneo, en este caso de baloncesto, de segunda fuerza, en la secundaria donde estudié.
No recuerdo bien, pero seguro mucho tuve que insistir para que me metieran un par de minutos en el juego de la final; si la segunda fuerza ya nos ubicaba lejos de los estudiantes que eran buenos en este arduo deporte, yo mismo era el eslabón más débil del equipo: ni alto, ni mucho menos; ni rápido, ni ágil, ni especialmente dotado para arrojar el balón y hacerlo entrar en el aro.
Estaba yo en el ala o izquierda cuando, inopinadamente, alguien no encontró otro destino que yo para lanzar el balón. No me lo pensé mucho: arrojé el balón de cualquier manera, desde la esquina (no existía entonces eso del arco que delimita las zonas donde los tiros valen dos o tres puntos), y para la sorpresa de todos, incluida la mía, el balón entró limpiamente: dos puntos.
Un poco después, unos segundos seguramente, estaba yo desmarcado, alguien me arrojó el balón, yo corrí hasta debajo del aro, lancé el balón, que rebotó en el tablero, y éste volvió a entrar en el aro: otros a dos puntos.
No recuerdo los detalles, pero ganamos el partido y el torneo; digamos que, dado el nivel del campeonato, por 28 puntos a 24, por lo que el concurso de mis 4 puntos no fue poca cosa, por lo cual, pese a que alguno refunfuñó, nadie objetó seriamente que me quedara con el trofeo, que se rifó (allí no hubo ni podio, ni nada), después del partido y que era una de estas baratijas de unos pocos pesos que venden en las tiendas deportivas: aluminio y plomo (entonces no sabíamos que era mortal), pintados de dorado.
Es una anécdota que no sé por qué recuerdo (yo y mi memoria especializada en recuerdos lejano, absurdos e inútiles), aunque seguro será porque desde entonces no he ganado nada en mi vida.
Años más tarde, muchos más, más de dos décadas, llegué, con un equipo de maestros, a la final de un torneo de futbol (sin tilde, por amor de Yahvé) siete, en la Universidad Bonaterra, donde en la final nos pusieron una tunda.
Pues resulta que el sábado, en la premiación de un reto del gimnasio donde voy, que coinsistía básicamente en usar el primer trimestre del año para adelgazar y perder masa grasa corporal, estaba yo muy quitado de la pena, frente a un podio, cuando a la hora de anunciar el ganador, alguien dijo mi nombre, y además, para más asombro, como el ganador de ese peculiar certamen.
No voy a abundar en que para llegar a dicho triunfo (igual de nimio que el que conté antes), pasé las de Caín: dejé de beber tres meses, estuve a régimen un trimestre y me pasé el último mes casi a pan y agua, o mejor dicho a arroz y pollo, matándome en el ejercicio y olvidando la noción misma de comida y de sabor.
En el proceso, que hice para matar dos pájaros de un tiro: vivir a la manera de un fáquir (según corresponde a mis condiciones actuales), y hacer válido eso de que hasta para morirse de inanición hay que procurar hacerlo con estilo, se me acabó de agriar el carácter, me lastimé un hombro y pegué el viejazo, pero al final allí estaba yo: entre aplausos (tibios), y sabiendo en primera persona, por primera vez en la vida y casi a los 60 años, qué es eso de ganar algo.
Lo de menos fue la medalla: ni oro, ni oropel, sino una aleación más innoble que el plomo de antes, sino la sensación de que ya me puedo morir en paz sabiendo que no me iré de este mundo sin haber conocido mis dos segundos de fama, ni sin haber probado las famosas mieles de la victoria.
¡Shalom!
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