
Primero, quiero decir que estoy pasmado. Tanto, que ni siquiera sé bien por dónde empezar y, una vez empezado esto, a dónde me va a llevar mi estupor.
Algunos entenderán más que yo, seguramente, pero leo que en un estudio meridianamente serio, una investigadora de apelativo Lucas, determinó que existen una en un billón de posibilidades de que tengamos un doble exacto, en algún lugar del mundo: en mi caso, por razones obvias, en China no va a ser; según una explicación que no comprendo del todo existe una probabilidad de 1/135 de que en el planeta exista un tipo igual de agraciado que yo, es decir con una similitud tal de rasgos faciales (ya lo de mi carácter neurasténico es otro asunto), que incluso sirva para engañar los ya muy desarrollados sistemas de reconocimiento.
El asunto se complica mucho, cuando esos poco probables dobles sí que existieron, pero en el pasado, asunto para el que no sé si existan cálculos similares, a menos de que nos vayamos por lo esotérico y nos pongamos a pensar que resulta ser cierto eso de la reencarnación; un asunto que no me cuadra del todo, ya que si no creo en Yahvé verdadero, voy yo, y a estas alturas, a ponerme a pensar que he vivido otras vidas anteriores.
Para abreviar, que el asunto es tan arduo como confuso, vamos a una enorme foto: una ampliada hasta la altura de más de un metro, que muestra una foto del torero, ya extinto, don Rafael Rodríguez toreando en la ya clausurada Monumental de Barcelona, plaza que luego tendría a no muchas calles de la que fue mi casa en aquella ciudad.
Preparábamos un suplemento sobre ‘El Volcán’, recién fallecido entonces (sería el año 93 o 94), cuando alguien reparó en que en el tendido, entonces abarrotado del coso de la Gran Vía de les Corts Catalanes, estaba un fulano igualito a mí: vaya ojo, porque distinguió a ese mi doble en medio de cientos de personas: Tendría mi edad, vestía al uso de aquellos años (seguramente a comienzos de los años 50’s: Rafael se presentó en España en 1951), con traje de solapa redondeada, corbatón estridente, sombrero Borsalino, que dejaba ver una cabellera engominada y un bigotillo, muy de aquellos años, que eran los de la grisura del primer franquismo.
Muchos no se lo creerán, pero yo justo en esos años solía llevar traje, llevaba el pelo moderadamente corto, frecuentemente engominado (lo del sombrero ya era un arcaísmo), y un bigotillo de aquellos.
La impresión de entonces fue abrumadora, en el más estricto sentido: una extrañeza metida en el cuerpo.
Obviamente no era yo, que nací tres lustros después; si aquel sujeto vivía (tendría la treintena en la foto), sería un ochentón que, me imagino, se habría vuelto catalanista y que jugaba petanca en los jardines de la Ciutadella, o en el Parc Gaudí, donde yo le vería, sin reconocerlo, un par de años en que me fui a vivir a Barcelona, y entretenía los sábados viendo a los mayores tirar bolas de acero, bajo reglas que nunca entendí del todo.
Algunos, muchos, años después sentí algo similar cuando vi a aquel sujeto igualito a mí (y que resulté ser yo), en ese extraño video del artista británico Marc Wallinger (‘Angel’, 1997), que vi, por potro azar, en el Fine Arts Museum de Denver, hará unos diez años, y que luego vi varias veces, un poco azorado y con un poco de miedo en el cuerpo, con mi ex mujer favorita y el buenazo de nuestro hijo.
Wallinger de falso ciego, grabado en reversa, y recitando del derecho aquello de ‘In the beginning was the Word…’ (Juan I,1, en la KJV, la Biblia de Sant James), mientras yo aparecía apazguatado (la prueba definitiva de que era yo, que entonces frecuentaba Londres), bajando la escalera eléctrica de la estación de Angel del Underground de la capital inglesa, todavía engominado, y envuelto en un pesado abrigo de cashmere de Savoy (que todavía tengo, pero me viene enorme).
Pero el rizo se riza cuando esta tarde, no hace más de una hora, tomo de un librero ‘El Viento que Barrió a México’ (la edición del ICA-IEA de 1990), leo por encima el texto de Víctor González, y por puro ocio, paso a la sección de fotografías (yo tenía este mismo libro en la edición del Fondo, y nunca había reparado en ello), para darme cuenta que hay una página señalada por un separador, y en ella, marcada con el 101, una imagen de unos revolucionarios donde, mirando de perfil está un tipo que no es que sea igualito a mí, cuando tenía 12 o 13, sino que ¡soy yo!
Mirando a la foto de la página anterior, un cadáver pudriéndose en un páramo se ve: a un presunto oficial, un soldado, un campesino que mira desde tres cuartos, yo de sombrero de paja y un saco de, supongo, mezclilla cruda, un campesino con un harapo que fue alguna vez un sarape y un joven de mirada azorada bajo una gorra que, supongo, debe ser de ferrocarrilero.
El crédito dice que es una imagen de ‘Acme News Pictures’, Roland Barthes decía qué… ya no sé que decía Barthes, pero creo que espacio no tengo más, así que lo que siga, ya será para la próxima.
¡Shavua Tov!
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