
No voy a hacer el cuento largo: hace años me invitaron a dar una conferencia -¡sobre el proceso creativo!-, en un ilustre auditorio de una ínclita institución de educación superior.
Eran otros tiempos: yo todavía pensaba, equivocadamente, que: primero, tenía algo que decirle al mundo (sobre procesos creativos o sobre la velocidad del dinero en la teoría de Keynes); segundo, que había algunas personas, aunque fueran un puñado, a las que les interesaba lo que yo –suponía– tenía que decir.
Fue mi ex mujer favorita, la que dijo aquello de que había estado como Lúculo en casa de Lúculo; no porque la charla hubiera sido interesante o siquiera instructiva, y menos porque el público hubiera estado embelesado o tan siquiera medianamente atento; ella lo resumió mejor:
–Estabas como pez en el agua, como a ti te gustaría estar siempre: con el micrófono en la mano y con el público escuchándote sin chistar, o sin salir en estampida por pura educación.
Pasó el tiempo y ha mucho que siento que cada vez tengo menos qué decir; en el proceso me he llenado de dudas y de incertezas, además del convencimiento de que a nadie le interesa lo que yo pueda pensar sobre tal o cual asunto: de hecho en el mundo todo mundo quiere ser escuchado –por eso tanto griterío–, y a nadie le interesa nada de lo que otros puedan decirle, convencidos de que traen en el bolsillo, doblado junto al celular, el certificado de propiedad de la verdad absoluta.
Esto nos aboca, única obviedad a la vista, a no entendernos… Y yo sería un necio si pretendo aquí hacer un alegato en este peligroso sentido, que es sentido contrario.
Yo lo que quiero narrar, sin mucho más propósito que el desahogo, es la de frases y alegatos que tuve que soltar esta mañana, y que deben considerarse una especie de plusmarca, otra más de las muchas futilidades de la vida.
Ya el domingo había que hacer un par de videos caseros, a petición de mis patronos españoles, para hablar de un curso que estoy por impartir, si los videos no los persuaden de lo contrario.
Luego me documenté sobre tres variados temas, a saber: el nacimiento de los museos, especialmente de las pinacotecas; el dibujo como acto motriz elemental, de expresión de la condición humana (y de paso del proceso donde el ideograma dio paso a la escritura); y del corpus de un historiador célebre y celebrado, que entre otras cosas es experto en iconografía, en cinematografía y en asuntos del Segundo Imperio.
Lo que siguió fue el maratón que comenzó con mi programa de radio, de nueve a diez, y la realización de tres entrevistas, sobre temas de los que entiendo lo elemental, a razón de una hora por cada una: contando los cambios de personaje entrevistado, de compañeros de viaje, de vestuario, de descansillos, de reposo del equipo técnico, lo que comenzó a las nueve, terminó a las tres y media de la tarde –y yo sin desayunar.
Creo que, en esas cuatro horas de perorar, agoté todas las palabras que me quedaban para proferir en mi vida, no obstante lo cual me vine a casa, a comer cualquier cosa –mi nevera está más vacía que ciertas seseras palaciegas–, a beber un par de cafés para recobrar un poco de la condición humana, y a escribir estas líneas, que pintaban para sesuda reflexión y que, advertido estaba, resultaron en el citado e inevitable desahogo.
Ya de salida, y a tono con mis muchas dudas, no sé cuánto es que ganan los señores que trabajan en las estaciones televisoras y de radio por hacer lo que yo hago: hablar y hablar, pero supongo que algo se llevarán al bolsillo y en algo abonarán para esa vejez tranquila, que yo veo tan lejana (la tranquilidad, no la vejez que tengo a la vuelta de la esquina).
Tal vez sea el momento de poner una mesilla callejera y ponerme a tortear gorditas: si vendo media docena a razón de 20 pesos, más ganaré que hablando del método del recurso y la razón de la crítica impura.
¡Shavua tov!
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