Mariana Torres Ruiz
A lo largo de estos días he pensado mucho en mi familia a propósito del primer aniversario de la muerte de mi madre, el pasado 21 de abril. Le he dado vueltas a la idea de cómo esa célula primigenia cambia todos los días, se ajusta, a veces para bien, otras para mal, porque las personas que integramos ese universo, pequeño o expandido, nos estamos moviendo y modificando todo el tiempo. No lo notamos hasta que sucede algún acontecimiento de gran envergadura, entonces podemos ver más claramente el funcionamiento (o no) del núcleo, su manera de relacionarse con otros núcleos, y percibir con mayor detalle a cada integrante que lo conforma. La escena, sus autoras y autores, han sabido verlo desde hace siglos.
Es larga la tradición de literatura dramática que hay en torno a historias de familia. Desde el trágico clásico de Sófocles, «Edipo Rey»; pasando por el Bardo inglés y sus famosísimas enemistades de Verona; hasta Ibsen y su «Casa de muñecas»; o las mexicanas «Los cuervos están de luto», el retrato costumbrista de Hugo Argüelles, sin dejar de lado la bella y poética historia de Elena Garro «Un hogar sólido»; o aquella volcánica del argentino Claudio Tolcachir, «La omisión de la familia Coleman» que se ha convertido en parte del canon latinoamericano contemporáneo. Menciono estas por traer aquí apenas un puñado de muchísimas más que versan alrededor de las familias.
Y mientras pienso acerca de esto, vienen a mi memoria dos montajes que tuve la fortuna de ver recientemente, ambos unipersonales, que me conmovieron tremendamente. Uno de ellos es «El futuro según Kun», con dramaturgia de Antón Araiza, bajo la dirección de Ginés Cruz y con el actor Gianni Ríos; el otro es «Tornaviaje», escrita, dirigida y actuada por Diana Sedano. Ambas presentadas en Aguascalientes; la primera en el marco de los Festejos del Día Mundial del Teatro, co-organizados entre la Universidad de las Artes y la Universidad Autónoma de Aguascalientes; el segundo como parte del Programa Cultural de la Feria Nacional de San Marcos, encabezado por el Instituto Cultural de Aguascalientes.
Kun es un joven de veintitantos años del norte del país que interpela a su audiencia directa y francamente. El muchacho es un remolino encarnado en preguntas que se formula, literal y metafóricamente, mientras cae al vacío (el personaje pasa la mayoría del tiempo de cabeza). Sus cuestionamientos remiten a lo que se espera de él, desde el ámbito de su familia hasta el ámbito social. Todo el tiempo siente el tic-tac del reloj como navaja sobre su cuello. No le alcanzan los días para cumplir con lo que su madre le pide o espera de él. Que deje de estar todo el tiempo metido en el celular y que encuentre un buen trabajo ahora que terminó la universidad son dos peticiones que ella le hace recurrentemente. Kun sabe que su familia, es decir, su padre y su madre, quieren que se convierta en un adulto. Pero, ¿qué es ser adulto en un país donde priva un contexto violento, con nulas oportunidades de desarrollo por un fallido sistema estructural y las promesas incumplidas de los líderes políticos? Kun no sabe cómo responder a esa demanda familiar, se siente descolocado.
Todo se revela en un punto de quiebre, entendemos las razones por las que tiene la permanente sensación de estar en caída libre, su no saber qué hacer, su no poder responder a las exigencias de la adultez: su madre ha sido víctima de la violencia y ni él, ni su papá, pueden hacer absolutamente nada. Una familia, como miles en este país, ha sido resquebrajada y no hay nadie que se responsabilice por ello. A cambio queda un muchacho roto que no sabe cuál es su lugar, ni a dónde ir, pues su madre, eje y guía, le ha sido arrebatada.
Gianni Ríos asume los diferentes personajes con una potencia energética arrolladora que contiene, entre emociones en vilo, esta conmovedora historia enmarcada en un dispositivo austero que magnifica sus palabras agridulces que resuenan brutalmente en los espectadores.
«Tornaviaje», por su lado, es una puesta en escena que nos deja ver la relación de una hija, la propia Diana Sedano, con su papá, el pintor español Antonio Sedano. Todo surge de la inquietud que ella tiene por sus parientes en Santander. «Se compró un boleto a Madrid para conocer a su familia, y fue entonces cuando su padre le dijo que allá, nadie sabía de su existencia. Si no se nombra, no existe. Ella no había sido nombrada pero existía». A partir de esta premisa, la actriz, dramaturga y directora, nos cuenta el periplo que fue desde contactar vía redes sociales a una tía que no sabía nada de ella, para después conocer a la sorprendida parentela española y, finalmente, hacer el viaje íntimo en el que se topa con la presencia de su padre en Santander, una presencia poderosa a pesar de que él no estaba físicamente allá, sino en México. Es entonces que ella puede tener más luz y una mirada más profunda sobre ese hombre tan parco que le tocó como progenitor.
A lo largo del relato Diana va tomando el lugar de los diferentes personajes, tías, tíos, primos y primas con una ejecución efectiva y entrañable. Y entonces sucede el momento crucial de la puesta en escena, cuando declara que «lo único que quiere es interpretar a su padre». En ese momento sucede el milagro frente a nuestros ojos. Con un par de ajustes a la camisa blanca de vestir y al pantalón caqui que ha venido utilizando, sumado a colocarse con gran parsimonia una máscara de látex con el rostro de su padre, la intérprete se transforma en ese hombretón intenso, contradictorio, apasionado y caótico que es. En un soliloquio final nos deja ver la reflexión y las incertidumbres del hombre y del artista, matizado por el profundo amor que tiene por la hija, por su obra, por la vida. Nunca se revela del todo el misterio sobre el silencio de Antonio acerca de su pasado, o de por qué nunca habló de su hija con sus parientes, o qué sucedió después del viaje. No hace falta, porque esta obra es una declaración de amor filial a su padre, solo eso. Una relación compleja, la de la familia Sedano, como la de muchas de nuestras propias familias.
La interpretación de Diana es una clase magistral de actuación, un cuerpo calibrado hasta el más mínimo detalle, una mirada cargada de imágenes, una voz llena de palabras vibrantes y hondas de sentido. Un acontecimiento extraordinario verla en escena. Una propuesta donde, efectivamente, menos es mucho más.
«Porque la tragedia mayor en el amor es la tragedia doméstica, la tragedia que fluye y desgarra desde la sangre», dice la socióloga venezolana María Méndez Peña. Mi madre ha muerto y quiero dejar constancia pública que a ella debo mi profundo amor por la escena, fue la primera que nos llevó de pequeños a mi hermana, hermano y a mí al teatro, jamás olvido ese día de chipichipi en las instalaciones del foro La Caja de la Universidad Veracruzana, yo apenas rondaba los 6. El suceso definitivo fue diez años después, cuando nos llevó a mi hermana Alexa y a mí, de 14 y 16 años respectivamente, a nuestro primer grupo teatral, entramos y jamás volvimos a salir de este universo escénico. Hace treinta años de eso. Gracias, María Ruiz Esparza, gracias, mamá.