Moshé Leher

Sosteniendo mi perplejidad por la tilde en la u de fútbol: los mexicanos decimos futbol, lo que reconocen la Academia y recoge el DRAE, quiero precisar que si yo fuera Mbappé o Messi, o cualquiera de esos que juegan por cantidades, no estaría con los lamentos que me ocupan; yo por la centésima parte de lo que ganan esos señores, me dejo que me dé de patadas un lateral uruguayo.
En fin que, como cantó el poeta Altamirano (en su versión del Salmo XXXVIII, si mal no recuerdo), entre ayes y quejidos, dejo que la memoria se regrese algo así como cuatro décadas y media, hasta el remoto año del 1978, en que los argentinos, para más inri y no menos histeria, ganaron su primera Copa del Mundo, aquella que de mala manera usaron Videla, Massera y demás bola de chacales, para legitimar sus salvajadas.
Al margen de eso, que era un asunto del que entonces no entendía nada, recuerdo que en la parte posterior de la casa paterna, me puse a construir, según yo, una portería: unos palos, clavos y un martillo, suponía yo bastarían para tal efecto. Aquí es donde aclaro que si con la mente no soy precisamente diestro, con las manos soy peor que siniestro, es decir que tengo dos manos zurdas.
Para no hacer el cuento largo y omitir detalles que ya ni recuerdo, en algún momento me enterré la punta de un clavo grande en un dedo de la mano y acabé: regañado, sin portería, y haciendo antesala en la sala de Urgencias del IMSS, donde, dada la gravedad de mi lesión, me lavaron con antiséptico la zona pinchada, me pusieron una gasa con cinta adhesiva y me mandaron a mi casa, luego de recomendarme no andar cometiendo tonterías.
A los pocos días, en una final que recuerdo bien, los argentinos derrotaron a los entonces holandeses.
44 años después se repitió la historia, aunque en este caso la lesión vino después de la final y en este caso sí que había porterías, y sólidamente construidas.
Vi la final de fútbol, casi en solitario, en el gimnasio del club donde estoy abonado, haciendo mis ejercicios, pues yo seré todo lo torpe que quieran y gusten, pero, eso sí, soy muy de estar activo y perseverante como el que más.
El triunfo argentino me dio la rabia justa: yo no soy francés, ni nada que se le parezca (aunque algunos dicen que mi extraño sentido del humor, que es casi ausencia de tal, es más bien galo), de tal manera que a los cinco minutos se me había pasado; bajé a un café, me tomé un espresso doble y un pastelillo; me duché y, como tenía cosas que hacer por casa, me fui a asomar a las canchas de fútbol, porque se daba un partido, un convivio y una comida para tres veteranos que jugaron, hace ya muchos años, en las selecciones de balompié (y nos quitamos de polémicas prosódicas) de ese club, conocidos míos y en uno de los casos un buen amigo.
Me invitaron a jugar (yo tengo más de 20 años que no hago tal cosa), y yo creo que al calor de la emoción mundialista, me puse unos guantes y me puse bajo los tres palos del equipo blanco: encajé tres goles -perdimos 2 a 3-, en dos de los cuales fui fusilado, mientras que en el tercero puede atribuirse llanamente a mi torpeza y falta de reflejos. Pero…
Pero hubo dos lances donde, la verdad y contando con que casi hago 60 años, no estuve nada mal: una en que de la manera más imprudente me lancé para desviar la pelota y otra en la que me metí sin pensarlo -costumbre tan mías- bajo un mar de piernas, para abrazar al balón como si fuera un bebé en medio de un bombardeo y salvar la meta que me fue encomendada.
No quiero abundar en lo que me duelen: el cuello, las rodillas, la zona lumbar, las manos, la zona dorsal, los hombros, las pantorrillas, los cuádriceps, la zona torácica, el pelo y hasta las uñas y el miedo que me da que por politraumatismo -y por bembo-, al rato me pegue una apoplejía o algo peor.
Tan mal regresé a casa que ya ni las velas de la Januquiá pude comenzar a encender anoche: ayer comenzó mi Janucá y ahí me tienen de descreído y de hereje.
¡Jag Janucá Sameag!

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