
El Romanticismo agonizaba. La sociedad encontraba insuficiente las moralistas técnicas narrativas y expositivas de las diversas manifestaciones artísticas del siglo XIX que, aunado a las avasallantes transformaciones sociopolíticas y culturales provistas por las conflagraciones bélicas que estaban por estrenar su alcance mundial o las metamorfosis políticas que exigían trastornos cáusticos a través de lo que entonces comenzaba a definirse como “ideología”, minaban la potencialidad del redescubrimiento humano a través de la exploración humanista sustentada en privilegiar el pensamiento antes que la mera razón.
Es así que el siglo XX es parido dolorosamente en un punto transitorio a nivel mundial, donde ahora la vitalidad la encontraremos en el análisis de las diversas líneas de pensamiento que proveen las nuevas corrientes filosóficas, literarias, pictóricas, musicales y… cinematográficas, siendo esta última la que fungirá de crisol para amalgamar toda arista intelectiva en obras que superarán la prueba del tiempo y retarán la capacidad creativa y sensorial de directores y audiencias.
Si Griffith es considerado el punto luminoso en el trayecto fílmico al estructurar el lenguaje cinematográfico con sus epopéyicos trabajos como “El nacimiento de una nación” (1915) e “Intolerancia” (1916), donde la vía maniquea no permite que la trama de las cintas deambule en la ambigüedad moral y se regodee en las bondades del sistema capitalista y sus leyes, entonces su reflejo oscuro lo encontramos indudablemente en la prole creativa de una Alemania post-vanguardista que dejó de mirar al Sol y su luz para contemplar y fascinarse (y fascinarnos de paso) en aquel lugar que el astro rey no tocará jamás: dentro de nosotros. Ya no era necesario vararnos en la representación factual del cotidiano a través del Impresionismo, ahora disponíamos de su antítesis, donde podíamos identificar nuevos senderos que enriquecían la experiencia intelectiva con símbolos, propuesta e interpretación: el Expresionismo.
En el cine, la vía expresionista dominó la década de los veinte con una propuesta plástica que se caracterizaba por un dominio de las atmósferas sombrías, lúgubres, macabras y ominosas, donde los escenarios distorsionaban la realidad a través de formas asimétricas y contrastantes y un manejo de la iluminación que se rendía al contraluz y beneficiaba la matizada y exquisita fotografía en blanco y negro, donde personajes de características bizarras, tanto físicas como psicológicas, pululaban espacios inauditos propios del imaginario de un mundo demencial donde los buenos rara vez ganan.
El punto de arranque lo encontramos en 1919 con el director Fredrich Wilhelm Murnau (F. W. Murnau para los créditos), con una libre adaptación de la obra de Bram Stoker “Drácula”, donde el inmortal Conde pasa a ser Orlok (un pavoroso Max Schrek) en lugar de Vlad y todos los personajes reciben cambios en su nominación, ya que la viuda de Stoker le negó los derechos de la obra más famosa de su finado esposo a Murnau, debido a que no quería “que la banalizaran en un medio de feria como el cine”, así que el director traspoló la narrativa, pero con personajes distintos. El resultado, sin embargo, es uno de los ejercicios atmosféricos y de género más interesantes, donde el antagonista se consolida como uno de los seres más etéreos y sobrenaturales de la filmografía vampírica y una puesta en escena donde la sensibilidad gótica está a flor de piel, la filmación de la cinta erogaría en una excelente ficción especulativa titulada “La sombra del vampiro” (Mehrige, E. U., 2000) con John Malkovich como Murnau y Willem DaFoe como Schrek.
En 1920, Robert Wiene dirige el epítome y estandarte del movimiento expresionista con “El gabinete del doctor Caligari”, tétrica fábula adulta donde el galeno del título dirige un sanatorio mental en el día y un carnaval de feria en la noche, siendo este último escaparate de un ser misterioso y sospechosamente pálido conocido como “César, el sonámbulo”, un ente que semeja la languidez y apariencia de un zombi haitiano y que podría ser el responsable de una serie de extraños asesinatos en la ciudad de Berlín. La cinta rebosa de una estética gótica y una puesta en escena asimétrica por demás propositiva, que se verá homenajeada una y otra vez en los trabajos más oscuros de Tim Burton (“El extraño mundo de Jack”, “El Joven Manos de Tijera”) y Alex Proyas (“Ciudad en Tinieblas”), entre otros, poniendo de manifiesto la atemporalidad de este movimiento.
La tríada emblemática expresionista se complementa con la soberbia “Metrópolis” (1926), una fantasía futurista y distópica que desafortunadamente nos ha alcanzado, donde el trabajador se ve despersonalizado por brutales jornadas laborales y sólo encuentran una voz en medio del delirio industrial en María (Brigitte Holm), una mujer de cualidades angelicales y virginales que lidera un movimiento revolucionario, pero que se verá alterado cuando los dueños de dicha megalópolis construyen un robot semejante a la chica para sembrar confusión y caos. La película es dirigida magistralmente por Fritz Lang, quien juega con volúmenes, luces y arquitectura Art Decó para configurar un futuro pesadillesco y prototípico. Por algo fue considerada patrimonio Universal por la UNESCO.
El expresionismo alemán encuentra voz en otros proyectos y creadores, como los introspectivos y oscuros filmes de Wilhelm Pabst o “El Golem” de Wiene y el “Fausto” de Murnau y Karl Freund, hasta que se vieron difuminados con la llegada de una nueva década de brillo optimista en los treinta, ahuyentando las sombras y recluyéndolas al universo insondable del placer cinéfilo, donde siempre está oscuro, sólo la luz de un proyector que guía las imágenes a nuestra conciencia y a la inmortalidad.
Nota: Todas las cintas mencionadas se encuentran disponibles en la Videoteca del C. C. Casa Jesús Terán
Correo: corte-yqueda@hotmail.com