Luis Muñoz Fernández

La semana pasada definíamos un tumor maligno o cáncer como una colonia (clona) de células que se multiplica de manera desordenada, sin freno y sin atender a las señales químicas que habitualmente regulan su coexistencia armoniosa con el resto de las células del organismo.
Otros rasgos habituales de las células malignas son su capacidad de invadir los tejidos vecinos y la de migrar a través de ellos o por la circulación sanguínea y linfática para establecer nuevas colonias del tumor en órganos más o menos distantes. Estas colonias o clonas separadas del tumor original o primario se llaman metástasis y son la causa más frecuente de muerte por cáncer. En general, la presencia de metástasis suele ser una mala noticia.
Pero, ¿cómo sabemos que un cáncer es un cáncer? O dicho de otra forma: ¿cómo diagnosticamos el cáncer? A lo largo de la historia los tumores malignos han sido reconocidos de diferentes maneras. La palabra cáncer proviene del latín cancer, cancri, carcinoma y este del griego kárkinos, que significa cangrejo. Se dice que fue el mismo Hipócrates que llamó así a un tumor (tal vez un cáncer de mama) cuya silueta le recordó a la de este crustáceo con las patas y las pinzas extendidas irradiando de su cuerpo. Hoy usamos la palabra neoplasia como sinónimo de tumor.
Las primeras descripciones de estas enfermedades fueron macroscópicas, es decir, a simple vista. Con el uso cada vez más frecuente del microscopio a partir del siglo XIX, se pudo comprobar que los tumores, igual que el resto de los tejidos del cuerpo, están formados por células, aunque más o menos distintas de las normales. Así, se empezaron a clasificar los tumores de acuerdo con la forma y disposición de las células de las que están hechos. Es lo que se llama diagnóstico histopatológico, labor del médico patólogo, que sigue siendo la columna vertebral del diagnóstico del cáncer.
El análisis microscópico de cientos de miles de tumores permitió poco a poco ordenarlos y clasificarlos en familias que se distinguen entre sí de acuerdo con el supuesto tejido que los originó (epitelial, conectivo, muscular, nervioso), el aspecto de las células y del material que las rodea (la matriz extracelular), su grado de agresividad, etc. La idea de un tejido del que se origina cada tumor (histogénesis) está siendo abandonada y reemplazada por el concepto del fenotipo tumoral, que es resultado de la expresión de la información contenida en el genoma de las células neoplásicas.
Estas clasificaciones, acordadas en reuniones de expertos y auspiciadas por diversas instituciones académicas y sanitarias, en especial la Organización Mundial de la Salud, facilitaron el diseño, estandarización e implementación de diversos tratamientos para el cáncer, que, durante décadas y hasta hace relativamente poco, podían ser de tres tipos: la administración de medicamentos anticancerosos (quimioterapia), la extirpación del tumor (cirugía) y el uso de radiaciones (radioterapia).
Con el desarrollo de la inmunología a partir de las primeras décadas del siglo XX, se fue conociendo cada vez mejor la estructura y función de los anticuerpos, las proteínas que fabrican nuestras células defensivas para neutralizar, entre otras cosas, microbios patógenos. La propiedad más característica de los anticuerpos es su afinidad por ciertas sustancias (antígenos), a las que se unen de manera específica en lo que se conoce como reacción antígeno-anticuerpo. Los científicos han aprovechado esta propiedad de los anticuerpos para desarrollar técnicas de diagnóstico y tratamiento para distintas enfermedades, entre ellas el cáncer.
A partir de la década de los noventa del siglo pasado se empezaron a usar regularmente anticuerpos para localizar en las células ciertas moléculas de interés diagnóstico y terapéutico (biomarcadores). Es lo que se llama inmunohistoquímica, que se ha incorporado hoy de manera plena y con mucho provecho a la labor diagnóstica del patólogo. La detección de biomarcadores en las células tumorales mediante la inmunohistoquímica ha refinado notablemente la capacidad diagnóstica de los estudios histopatológicos y ha generado en muchos casos un reordenamiento de la clasificación de los tumores malignos, cuyos tipos y subtipos han aumentado considerablemente en complejidad, aunque también ha permitido no sólo conocerlos mejor, sino aplicar de manera específica diversos tratamientos con mejores resultados.
La inmunohistoquímica es hoy una técnica de ayuda diagnóstica que se ha vuelto indispensable en el trabajo cotidiano del patólogo. Este profesional ya no puede limitarse al estudio histopatológico tradicional que ha venido realizando desde hace décadas, sino que debe usar la inmunohistoquímica en aquellos casos en los que sea necesario demostrar aquellas características de los tumores que el estudio histopatológico habitual no puede detectar.
Esta herramienta ha contribuido sustancialmente a hacer más objetivo y cuantificable el diagnóstico del cáncer y ha abierto la puerta al uso de los nuevos tratamientos –la nueva medicina personalizada contra el cáncer– que se basan en la detección de biomarcadores mediante la inmunohistoquímica y de alteraciones genéticas de las células malignas que ahora podemos conocer con las potentes técnicas de biología molecular que hoy ponemos a la disposición de la comunidad aguascalentense. Seguiremos hablando de ello en el quinto artículo de esta serie.

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