A propósito de días como hoy, Día del Maestro, al margen de los festejos, que entiendo que no son pocos (y que en su aspecto cultural pueden ser deplorables), se despliegan las baterías por donde se arrojan al ambiente todos los tópicos posibles; pasa con las madres, las familias, las mujeres, los niños, no se diga con las navidades… Con los padres, en su festejo, no pasa nada: es un festejo de segunda fila.

Cuando comenzamos con «maestro no es el que transmite conocimientos, sino que…», ya entramos en terreno pantanoso, donde es muy fácil pisar una mina-cliché que nos haga volar por los aires.

Y es que maestras y maestros -como familias, madres, etcétera- hay de todos los colores y sabores: desde los excelsos, hasta los deplorables; personas ejemplares y personas cuyo ejemplo es mejor no seguir; amables, autoritarios, entregados, omisos, sacrificados, energúmenos, etcétera.

Por hablar de memoria y a bote pronto, un recuerdo de las aulas: segundo grado. Una maestra que era una psicópata y que, no recuerdo por qué, en un momento de crispación lanzó un borrador a la clase, con tan mala suerte que dio de lleno en la frente de uno de mis compañeros, un tal Carlos, que además de ser un niño grave y callado, era el mejor estudiante. Creo recordar que, tras la airada protesta de los padres de familia, la mujer fue cesada de inmediato… y seguro se fue a aterrorizar a los niños de otro colegio.

Esto por no hablar de la mujer que me amarró a una silla, cuando yo hacía el preescolar; o aquel otro, que daba Historia (y sabía un Potosí, la verdad), que alternaba la docencia con la titularidad de una Agencia del Ministerio Público, y se quejaba -amargamente-, de que no pudiera arrancarnos las respuestas (el año de nacimiento de Henry Fitzroy, por ejemplo), con los amables métodos que, alardeaba, usaba con los detenidos.

De este asunto puedo hablar con algo de autoridad, pues en mi vida fui alumno durante los años que fueron del kindergarten, hasta que terminé mis estudios de doctorado, y a la vez maestro (tampoco de lo mejor de la granja, habrá que reconocerlo), en algunas universidades locales, en un programa de máster en España, de cursos de verano en Barcelona y, muy recientemente, de algunos diplomados para alguna institución española.

Lo primero es señalar que, de mis conocimientos, muchos o pocos, buenos o malos, muchos los recibí de mis maestros; lo segundo, también decir que las y los hubo que lejos de impartirme sus conocimientos, lo que me impartieron fue su ignorancia.

De todo, como en kermés.

Pero como es el día que es, hago aquí un breve ejercicio de memoria para recordar a profesoras y profesores a los que sí recuerdo con gratitud.

La primera de todas, mi tía Vicenta, que con sus peculiares maneras (venía de tiempos arcaicos en eso de la pedagogía), resultó ser una verdadera educadora y la persona que me enseñó a leer, y a la edad de cinco años, que no es poca cosa para alguien tan duro de sesera como yo.

Como de la primaria sólo tengo recuerdos más bien malos, voy directo con el licenciado Edmundo Ramírez, mi primer profesor de Historia, y además el primero de todos los que tuve en la secundaria; con riesgo de omisiones, menciono con agradecimiento a la maestra Adelina Alcalá, quien fue la primera que me descubrió los misterios y los encantos de la poesía: como si fuera ayer, recuerdo el día que nos habló de la métrica, de los alejandrinos, de los endecasílabos sáficos, los yámbicos…

De aquella época, recuerdo siempre las siempre divertidas y útiles lecciones de Física del doctor Álvaro de León; las clases de Álgebra de la maestra Mayagoitia (a quien me habían pintado de bruja y resultó ser buena como el pan); las lecciones de Dibujo del profesor Corral.

Recuerdo bien a mis maestras y maestros del bachillerato, con los maristas, pero a ninguno que dejara huella (si acaso el maestro de Trigonometría, que logró el milagro de que me gustaran las matemáticas); lo de la universidad fue patético, con la salvedad del profesor Narco (mi maestro de Sociología, invidente él), y de aquel profesor Vázquez, aquél que recitaba de memoria los nombres de los generales ‘blancos’ (Denkin, Wrangler, Káppel, Kornílov…) y las batallas que decidieron la Guerra Civil rusa -y que vivía en la miseria y seguramente así murió.

O aquel profesor Yatsumoto, que vino del Japón a estudiar a los huicholes y terminó dando clases de Metodología, ante una panda de haraganes que no supieron sino desperdiciar lo que ese buen hombre sabía.

Obviamente, estas memorias apresuradas se prestan a omisiones, pero no son más que eso.

No quiero, eso sí, omitir a varios de mis maestros del doctorado: al erudito y amable Jesús Tusón, a Lourdes Romeral (que logró otro milagro con las cosas peliagudas de la fonología chomskiana), a Albert Bastardas y siempre especialmente al más recordado de todos, Xavier Laborda, mi tutor de tesis doctoral, y mi profesor de Retórica y Hermenéutica, que me enseñó tantas cosas, pero sobre todo siempre me retó e hizo de mí lo que no pudieron ni castigos ni regaños: un estudiante apasionado, que es lo que finalmente soy, hasta ahora.

¡Shavúa Tov!

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